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    (Crónica) Tu imagen en mí

    Por: Rodrigo Villegas

    Mi abuelita cumplía años este 11 de junio, el martes de la semana que se está por terminar. Pero no los celebró porque ya no está acá, sino en otro plano terrenal. Falleció el año pasado. Tenía 85 años, hubiera cumplido 86. Está “descansando” en el Cementerio General.

    Ella, que era muy cristiana, no era de creer en la vida ahí, en la tumba. En esas visitas. “Una vez que mueres, tu cuerpo se va al cielo, con papá Dios, así que no vale la pena ir al cementerio”, me decía siempre.

    De todas formas, fui. No ese mismo día, porque en casa estamos resfriados todos, más que todo papá, así que debía cuidarlo y estar atento a él. Pero sí lo hice antes, solo, en silencio.

    Mientras caminaba por un cementerio al que recién me acostumbro a conocer – mi abuelita es mi primera muerta, así que no había tenido necesidad de ir hasta ahí – vi la enorme cantidad de sepulcros, de esquelas. Miles de personas que alguna vez sonrieron, comieron, gimieron y lloraron. Miles de seres humanos que se descomponen ahí dentro.

    Eso nos tocará a todos.

    En el trayecto, ya cerca del pasillo en el que se encuentra mi abuelita, recordé una noticia que vi hace poco: que las autoridades del Cementerio General, que administra la Alcaldía de La Paz, hacían un llamado a las familias de 55 cadáveres, ya que serían exhumados en las siguientes semanas debido a que ya había cumplido “su tiempo” ahí. Que aquello era algo natural, que sucede cada año.

    Fue entonces, que ya cerca de mi abue, vi todas las esquelas que pude: algunas, las más lindas, estaban circundadas por trazos de mármol, con fotografías muy luminosas de los fallecidos, con mensajes poéticos acerca de su estadía en este mundo.

    Otros, los más descuidados, solo eran cuadrados de estuco mal pintado con el nombre de la persona en cuestión, como si hubiera sido marcada con una vara. Y el silencio, nada más que eso.

    ¿Qué hacemos con nuestros muertos?, me preguntaba. ¿Cómo los tratamos?

    En eso lo logré, llegué hasta el lugar donde quedaba la esquela de mi abuelita, que está cubierta por piezas de mármol rosados, que era su color favorito. Me quedé un rato delante de ella, conversando como en los viejos tiempos.

    Aún no puedo olvidar la última mañana que pasamos juntos, donde compartimos un poco de sardina con pan, tomate y locoto que se le había antojado. Eso cuando ya estaba enfermita, pero cuando aún no sabía que en semanas la perdería.

    Estuve un rato más ahí, queriéndole cantar feliz cumpleaños, hasta que un grupo de hombres y mujeres de distintas edades y vestidos de negro llegaron hasta el mismo pabellón. Traían, en un ataúd, un nuevo cuerpo. Lloraban, por supuesto.

    Así que me despedí de mi abuelita y me alejé un poco, mientras veía el ritual, el mismo por el que pasó mi familia hace apenas siete meses.

    Cuando me preparaba para irme, recordé otra noticia que leí hace poco: que los costos en este Cementerio General se habían incrementado. Lo que se paga por el espacio para tu fallecido, los papeleos, todo. Ahora morir resultaba más caro. La crisis económica ahora afectaba también al otro mundo.

    Caminé un poco más y ya cerca de la puerta de ingreso vi cómo otra familia, acompañados de dos hombres de unos cincuenta años, más o menos, tocaban canciones de duelo mientras realizaban una procesión con el féretro de su amor recién perdido.

    Cada día mueren cientos, miles, de seres humanos. Cada día nacen cientos, miles, de seres humanos.

    Recordé, también, un libro de crónicas de la escritora Mariana Enríquez que titula Alguien camina sobre tu tumba, y que relata las veces que visitó distintos cementerios del mundo, donde, incluso, se enamoró de un hombre.

    Pensé, a la par, en que este lugar también se ha convertido en una especie de museo, en un lugar de divertimento para unos, los que vienen a visitar tumbas famosas y hablar de ellas, de pintores, escritores y otros artistas o políticos. Claro, los más avezados llegan en octubre, en Halloween, para pasar “un susto”. Al final de cuentas cada quién le da el significado que desee a lo que quiera. 

    Salí del Cementerio con el corazón hecho pedazos, pero a la vez convencido de que mi abuelita no está, necesariamente, ahí, sino en todos los lados a los que vaya. Como dicen en esa linda peli animada que es El gigante de hierro: “Cuando mueres, el cuerpo se va, pero el alma se queda”.

    Tu imagen persiste en mí, amada Mamá Juana. Será siempre así. Feliz cumpleaños.

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