Por: Rodrigo Villegas
I
En algún lugar del mundo mi madre sabe que cumplo 30 años. Si es que está viva, por supuesto. Ya sea en La Paz, Cochabamba, Brasil, Argentina o algún país europeo, la mujer de la que salí recuerda – aunque puede que no sea así; la memoria elige lo que quiere retener – esa mañana en la que llegué a Bolivia, la patria en la que respiré por primera vez.
La ocasión en la que fui extirpado de ella, la vez que me abrazó en la cama de un hospital del centro paceño. Mi primer llanto, ese que, por supuesto, no recuerdo.
En algún lugar del mundo, en algún lugar del mundo…
II
Mi padre fue eso, un padre, a los 32. O 31, aunque capaz 33, no recuerdo bien y no se me dan las formas de preguntarle. Viene hasta El Alto con mi hermano y celebramos con un almuerzo por ahí, por una de las calles de la Ceja. Luego, después de las 14:00, debo trabajar, ganarme la vida. Así que el tiempo que compartimos es reducido.
“A tu edad (cuando tenía 28) tu tío ya tenía a dos de sus tres hijas”, me decía antes papá, pero no como un reclamo (al menos no lo sentí así), sino como un recordatorio del paso del tiempo. “Yo hubiera querido tenerlos a ustedes antes de mis 30, así hubiéramos podido jugar juntos más tiempo y de mejor forma”, también me decía en referencia al fútbol.
Llegué a los 30 sin niños de por medio, pienso. Sin una wawa. Tal vez ya sea tiempo de pensar en ellos. En uno, en dos. O no: estoy bien eso. No le tengo miedo a la soledad.
III
Cualquier cumpleaños que venga de acá en adelante no será lo mismo, siempre me recordará un tiempo mejor: porque mi abuela, que fue como mi madre o hasta más que eso, ya no está conmigo.
Además de su tierno abrazo, su billete de regalo y algún otro detalle, mi abuelita se encargaba de la cocinada del día. Me preparaba (y eso era para todos, por supuesto) mi plato preferido de la vida: majadito.
Capaz es la nostalgia o ese devenir de la memoria que endulza mucho más el sabor de ese preparado hecho por sus manos, pero a pesar de que ya he probado muchos por distintos restaurantes o hasta me lo han cocinado otra vez, no es lo mismo. No, sin ella nada es lo mismo.
Falleció hace poco más de un año, cuando yo tenía 28.
IV
Mi abuelo murió a los 33 años. Era minero, y se enfermó de cáncer. Lo trataron en diferentes hospitales del país, pero las internaciones no dieron resultado. Pasaban los días, semanas y meses y no había signos de recuperación. Lo contrario: su cuerpo se deshacía como un árbol seco.
Solo lo conocí por fotografías en blanco y negro. Y por su nombre: Juan.
V
De mis 20 a mis 30 he sufrido al menos cuatro operaciones en la mano derecha. Una enfermedad agresiva y repentina apareció en mis 25, aunque creo que un poco menos. He perdido la cuenta. Pasé de sentirme un chico muy fuerte, que nunca se enfermaba, a internarme, así como mi abuelo, de hospital en hospital para vencer la enfermedad.
Tuve suerte (al menos hoy por hoy) y salí relativamente ileso. Aunque no tanto. Perdí algo. Pero el vacío podía haber sido mucho mayor.
Eso sí, recuerdo el llanto de papá, su miedo. El viaje de urgencia que tuvimos que hacer a Argentina para luchar contra la enfermedad. El sinsentido de regresar a Bolivia porque la atención nos fue de alguna forma denegada por el gobierno de Macri. El salir de mi primera intervención y verlo allí, apresurado para que no sintiera el abrumante dolor que llega cuando la anestesia se derrite en tu cuerpo.
Luego, en los años, vinieron más intervenciones, otras clínicas. Hasta mis 28. Pero las cicatrices persisten. Son las huellas del tiempo.
Alguna vez, cuando hablamos de eso, papá todavía lagrimea. Pienso otra vez en los hijos, en tener uno, o dos. En el dolor que tendría que sostener si es que los veo sufrir, enfermarse. No, estoy mejor así, pienso. Aunque…
VI
Recuerdo el fin de la universidad, los últimos días, así como la conclusión de aquel primer amor largo, de años; de aquel dolor leve pero duradero. Recuerdo el inicio de la vida laboral, las primeras oficinas, los primeros compañeros y amigos que conservo aún. El dinero obtenido, los gastos fuertes en ya no gustos, sino necesidades. El pensar en el futuro, el futuro, el futuro.
Recuerdo los libros, los primeros que llegaron. La emoción, el sentirme único, especial. Lo bueno del tiempo es que te saca esa venda, te hace pisar tierra y entender que un libro es algo, sí, pero no es nada también. Hay miles y miles mejores que los tuyos por ahí. No eres especial, único. Eres uno más. Y está bien. Está muy bien.
Recuerdo los primeros viajes prolongados a Sucre, Cochabamba, Santa Cruz. Las Ferias del Libros, los Carnavales, las estadías en las casas de los amigos, bañados en cervezas y otras cosas más fuertes.
Recuerdo la primera vez que leí a Ricardo Piglia, Juan Gabriel Vásquez, Alejandro Zambra. Esos impactos.
Las veces que elegí vivir solo para no pelear más con papá, con mi hermano. Las veces que tuve que regresar a casa porque habían pasado cosas. Este nuevo intento, en El Alto, de asumir mi edad, el tiempo. El futuro, el futuro, el futuro.
Recuerdo el paso de los 20 a los 30 como una etapa, a pesar de todo, maravillosa. Mi baile inolvidable, como dice y suena la canción de Bad Bunny.
VII
En algún lugar del mundo, del país, de la ciudad, mi madre recuerda (tal vez, aunque puede que se le pase por completo; así es la vida) que cumplí 30 años. Que nací hace treinta años.