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    [Crónica] La mudanza

    Casi seis meses después de mi mudanza a El Alto, papá me llama por WhatsApp: “Hijo, ha venido la dueña de casa. Dice que necesita el lugar, que no renovaremos el contrato. Que debemos irnos”. Me quedo helado. Pienso en uno o dos segundos, que parecen las dos horas o más de cualquier película, en el tiempo transcurrido en esa casa, unos nada despreciables catorce años. Llegué allí con mis 15 recién cumplidos y celebré mis 16, 17 y los que fueron viniendo. Ahora había que salir de ahí. Esta vez completamente, de manera definitiva.

    Porque cuando me había trasladado y cambiado de ciudad para aventurarme y demostrarme a mí mismo, en un tercer intento, que podía y debía vivir solo una vez más para “crecer” como persona, para madurar y entender mejor el valor del dinero, de la compañía y de la soledad, no había asumido que a solo unos meses habríamos de abandonar aquella casa de la 44 de Chasquipampa en la que tan feliz había sido. Allí había dejado a papá y a mi hermano, además de nuestras mascotas, con la esperanza de sentirlos siempre ahí, como si aquel pequeño espacio de tierra nos perteneciera por siempre. Fui un ingenuo.

    Hasta dejé muchas de mis cosas allí, entre ellos la mayoría de mis libros, un ropero, una mesa y sillas; incluso no me traje a El Alto mis vasos o cucharas con la, ahora reflexiono, creencia de que ahí, muy en el fondo, estaría mi verdadero hogar, el que, por más que me fuera hasta la China, siempre esperaría por mí.

    Pero eso no sucedió.

    Desde aquella llamada de papá me puse a la tarea, así como ellos, de buscar una nueva casa para mi familia. Es una tarea más complicada de lo que puede parecer porque cada prospecto de hogar es un salto a la incertidumbre: puede tener humedad, estar en un terreno inestable o compartirla con vecinos de difícil trato. Además de los costos, que en los últimos años se han incrementado.

    De tanto en tanto me escribía con papá y mi hermano para ver cómo iba la cosa. Yo les contaba de algún departamento pequeño que había encontrado en Facebook y que quedaba por Río Seco, Satélite y hasta la misma avenida donde actualmente vivo. Mi padre me explicaba que habían visitado una casa en Achumani, en la Buenos Aires, en Irpavi y en Chamoco Chico. Que todos, en un principio, parecían ser la salvación, pero en poco tiempo eran descartados por irregularidades en los papeles de propiedad o en actitudes contradictorias de los dueños de aquellos inmuebles.

    “Estamos cansados, hijo. Pero hay que seguir, ya vamos a encontrar algo acorde”, me dijo a los dos meses del aviso de la dueña de casa de la 44. Solo quedaba, según lo acordado, un mes para desalojar el lugar.

    Fue en eso que uno de esos días me contó que ahora sí lo habían logrado: encontraron un departamento en Nuevo Amanecer, que queda unas 20 cuadras más arriba de la 44 de Chasquipampa.

    Días más tarde bajé desde El Alto a la zona Sur para conocer el lugar. Papá, muy entusiasmado, me mostró la casa, que se veía mucho más linda que la que habíamos habitado antes. Claro, era más cara, pero no tanto, así que valía lo suyo, me decía mientras me enseñaba, uno a uno, los cuartos.

    “Este será, por si acaso, el tuyo”, me dijo, enseñándome una habitación sobrante, donde instalaría una cama “por si se me diera regresar alguna vez”.

    No le dije nada. No sabía qué responder.

    Cuando salimos del departamento le dije ahora sí que la casa estaba bonita, que sería un lindo cambio de vida el empezar ahí.

    Luego bajamos a la casa de la 44, donde al llegar casi me abrazo a las paredes en memoria de todo lo que había pasado ahí, los amores, los llantos, las frustraciones, las enfermedades y la inmensa felicidad que conocí en aquella zona.

    Cuando entramos vi que la casa ya no era la casa. Como mi papá y mi hermano debían irse, habían elegido descuidar el patio, que tenía los matorrales enormes. Pasé a las habitaciones y ya habían sacado, poco a poco, algunas cosas que estaban guardadas en bolsas negras y de yute.

    “Planeamos irnos en una semana”, me contó papá cuando me despachaba de la esquina, ya que debía subirme a un minibús para regresar a El Alto y trabajar.

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