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    [Crónica] 18/28

    Por: Rodrigo Villegas

    E. me cuenta que no recuerda sus 18 años. Que estaba en el colegio, en el último año, pero que ha pasado ya un tiempo largo. Que la memoria se va difuminando, que el paso de los días hace eso: que una cosa se superponga a la otra.

    E., en cambio, se encarga de los 18 años de su hermana menor. Es todo un acontecimiento: torta, flores, fiesta. Comida, abrazos, reunión en nuestra sala, que persiste vacía por el corto tiempo aún de la mudanza.

    Los preparativos son intensos, días largos, agotadores, de compras, de listas por cumplir, de anotaciones que tachar.

    Porque los 18 son eso, el paso, tal vez, a algo más grande. Ya se puede votar, por ejemplo, para elegir a tu presidente, a tu alcalde. Ya se puede ingresar a la cárcel por ciertos delitos que antes solo te llevarían a una correccional. Ya te puedes casar, ya puedes vivir sola, estudiar en la universidad.

    Roberto Pacheco, un amigo ingeniero, me cuenta que sus 18 – cumplidos hace más de diez años – significaron para él todo un viaje, un momento de pensar y analizar el futuro, la adultez que “le respiraba en la nuca”. “Entendía que de ahí en adelante la vida me deparaba otras cosas, que no dejaba de ser un adolescente, o por lo menos no del todo, pero que en poco tiempo tendría que vérmelas para sobrevivir sin mis padres”, detalla mientras se rasca la barba crecida y se limpia los ojos, un tanto rojos de trabajar duro en la semana para pagar el alquiler del departamento que le alquilan.

    Volvamos a E.: el viernes, cuando su hermana cumple esos extraños 18 años, la fiesta dura hasta las 21.30, más o menos. Son chicos de colegio que cantan fuerte una canción de WOS que dice “Y no tengo pensando hundirme acá tirado, y no tengo planeado morirme desangrado…”, como un mantra, tal vez la canción de su promoción. Cuando salen de la sala, notamos con E. que en su playlist de Spotify han buscado muchas canciones referentes a cumplir esa edad, demostrándonos la emoción de estos muchachos y muchachas por llegar a esa cima.

    Y es que esta generación no pasó los tradicionales 15, la fiesta que engalana a las adolescentes, capaz la más importante de sus vidas. Eso por la pandemia, por la cuarentena. Cuando les tocaba bailar el vals, estaban en sus casas, encerradas y con barbijo para no contraer el virus.

    A pesar de eso, se van como si hubieran pasado una línea: es la primera vez que llegarán a sus casas a las diez de la noche o poco más. O al menos eso parecen sentir. Pero se escuchan alegres, como si aquello ahora estuviera permitido. Son los beneficios de los años, así como hay tantas otras complicaciones tanto emocionales como físicas que sentirán conforme pasen los meses. Es una ley.

    En el trámite, mi hermano menor, Diego, cumple 28 años, diez más que la hermana de E. Es inevitable no pensar en el tiempo, en las décadas pasadas juntos, en los juegos compartidos en nuestra infancia, en las horas y horas de fútbol en el patio, en las miles de charlas de camino al colegio o de regreso a casa en las que recordábamos los capítulos pasados de Yu Gi Oh, Digimon o algún evento de la WWE. De Naruto, de Kenan y Kel. Ahora hablamos de papá, de su jubilación, y recordamos a nuestra abuela, que murió en 2023.

    Ahora que lo pienso, yo tampoco, al igual que E., recuerdo mis 18. Ni los 28. Estoy a unos meses de los 30, y tal vez ahí sí me percate más de los cambios, lo que debo hacer de acá en adelante. Lo que debemos hacer todos los que llegamos a esa edad, con todas las presiones y cosas hermosas que involucra.

    El tiempo, nadie puede contra el tiempo.

    Mientras tanto solo queda esperar y respirar – por suerte los incendios en el país van menguando de a poco debido a las lluvias –, y ver cómo otra gente cercana cumple sus propios años. Celebrar con ellos por un tiempo más de su vida, de su compañía. Y recordar, intentar siempre recordar.

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