Por: Rodrigo Villegas
Hay libros que te mueven la cabeza, que te recuerdan por qué amas estar ahí. Por qué lo necesitas. Que te retrotraen a una circunstancia pasada y de cierta nostalgia, que te llevan de la mano a ese espacio escondido y resguardado de la memoria. Otros, por su parte, te permiten conocer lugares, por así decirlo, nuevos, que seguramente en vida no podrás explorar jamás. Esa esa es la magia de la literatura: palpar lo inasible, ver lo que ya no está. Me sucedió eso recientemente con La campesina, de Alberto Moravia. Me recordó la simple felicidad de adentrarse en una historia memorable, pero que te hace pensar mucho en tu presente y futuro.
Más aún cuando logran sacarte, aunque sea por unos minutos, de una realidad cada vez más incierta: la boliviana. Te hace olvidar que el precio del dólar llegó la semana pasada a Bs 20, y que los productos no paran de subir.
“Este pantalón vale Bs 100, pero es el precio de esta semana. La siguiente puede que esté más caro, depende del dólar”, me responde una casera de la feria 16 de julio, uno de los lugares de referencia para el comprador de ropa paceño y alteño.
Hace unos días compré una libra de arroz con Bs 7, que antes estaba a Bs 3 o Bs 3,50. Así va la cosa. Como para llorar.
Con ese dolor en la cabeza, en el bolsillo, me entregué al libro de Moravia, que va más o menos así: Cesira, una joven mujer italiana, se casa con un hombre de más de 50 que tiene cierto portento económico. En Roma, conciben una hija que bautizan como Rosetta. Viven con paz económica y hasta se pueden dar ciertos lujos. La cosa cambia cuando el hombre muere y justo comienza el fin de la Segunda Guerra Mundial, los últimos meses, con una nación apabullada por la derrota del fascismo que había impulsado Benito Mussolini, su presidente, y su alianza con los alemanes a través de Adolfo Hitler. Para resistir los bombardeos de los ingleses y rusos, Cesira decide llevarse a Rosetta al pueblo donde nació, Fondi, donde asume encontrar algo de paz. Lo que sucede será lo contrario, llegando a la siguiente conclusión: la guerra llega a todos los espacios, hasta los más recónditos.
La novela de Moravia está maravillosamente escrita, y me recordó aquellos libros que leía con tanto placer cuando ingresé a este mundo, el de la literatura. Me puso al tanto de Madame Bovary, de Gustave Flaubert, de Fiesta, de Ernest Hemingway, o de Corazón tan blanco, de Javier Marías, por ejemplo, historias que devoré con deleite cuando tenía menos de 20 años. Cuando el dólar todavía estaba a Bs 6,96. Cuando éramos felices y no lo sabíamos.
En un apartado de La campesina, se cuenta que el dinero como tal no le faltaba a casi nadie, pero que era un valor simbólico porque la carencia por la guerra de productos de primera necesidad hacía que el acceso a los alimentos fuera limitado, tanto que unas diez naranjas podían valer unos buenos billetes.
Me hizo pensar, inevitablemente, en el porvenir de este país, de esta Bolivia maltratada por todos, por sus gobernantes, sus opositores y los “nuevos” candidatos que aparecieron en los últimos días, a pocas horas de la fecha cúlmine de inscripción para los postulantes para las elecciones generales de agosto. Samuel Doria Medina anunció a José Luis Lupo como su compañero y candidato a vicepresidente; Tuto Quiroga a Juan Pablo Velasco, Manfred Reyes Villa a Juan Carlos Medrano y pareciera ser que Andrónico Rodríguez (que ha sido confirmado por Félix Patzi como el candidato por el Movimiento Tercer Sistema) elegirá Mariana Prado, una exministra del gobierno de Evo Morales, pero con alto perfil político y académico.
A la espera de lo que sucederá con Evo, la gente se pregunta: ¿Algunos de estos nombres nos salvarán de la crisis? ¿Sucederá en un año, en dos o en meses? O, como impulsa Samuel, ¿la situación mejorará en solo cien días?
Es un tiempo difícil que solo nos queda afrontar agarrados de las manos y abrazando a los que amamos. Y acercándonos más, tal vez, a esos placeres que inmediatos y que están al alcance de la mano, ya sea una pelota de fútbol, un buen libro o una caminata por un parque.
Suena reduccionista, pero capaz solo nos queda mirar el cielo, valorar el sol de las últimas tardes, agarrarnos los pantalones y esperar. Y, cuando se lo necesite, por supuesto, luchar. Hacer algo si es que se puede. El Nescafé no puede costar casi Bs 100. No puede.