Por: Rodrigo Villegas
Jugar en lo alto, en lo más alto. Bucear en el cielo. Algo así es patear pelota por estos lados, de frente a las montañas, a los apus. A la hoyada, terrible y hermosa. Al fluir del teleférico, al conteo de las vidas, a sus casas de ladrillo, a lo cotidiano de cocinar o salir a pasear un domingo por la mañana. A robarle un poco de tiempo al día para escapar de casa y jugar con los amigos. Que nunca se pierda esa costumbre, la de ver a los amigos. La de escucharlos, la de jugar con ellos como si se regresara a la infancia, con ese ímpetu. Con esa nostalgia.
Salimos temprano del hogar para habitar otro: la cancha. Puede ser una exageración, pero a esta altura de la vida es algo así como un segundo techo. Un lugar al que siempre se regresa para ser, aunque sea un poquito más, feliz. Caminamos la Ceja, que se ha levantado en la oscuridad de la madrugada, y vemos a grupos de borrachitos que persisten en la fiesta a pesar de que el sol ya está en lo alto. Otros caminan rápido, con la celeridad de tener que trabajar aún en fin de semana.
Las caseras ya venden lo suyo: comida, cremas, desodorantes, fruta… De momento las vías no están tan llenas como en días pasados, los de semana laboral, pero es que por ser domingo la verdadera acción se encontrará en la Feria 16 de julio. Y esta vez será peor: a horas del inicio del año escolar, familias abarrotarán las calles de la feria en busca de útiles, zapatos, camisas o lo que sea que les hayan pedido en el colegio respectivo.
Como, de momento, no tengo que preocuparme por eso, me apuro a la cancha. Nos apuramos. Pasamos el Multifuncional – espero jugar algún día ahí – y bajamos un poco por el tradicional “camino viejo”. A la altura del Peaje de la Autopsita, en el límite (creo) entre La Paz y El Alto, se encuentra la cancha: es pequeña, como para 4 a 4, pero es bonita. No tiene techo, así que el sol, pienso, nos quemará el rostro, la piel. Hay graderías en las que ya esperan algunos de los muchachos convocados al match, que se cambian: se colocan las camisetas de sus equipos favoritos, las medias blancas o negras (largas) y algunos eligen vendarse las rodillas. Cada quién con su ritual.
Nos saludamos y en eso van llegando todos. Uno de ellos, F, dice que está con chaqui, pero que no nos podía fallar. Se compra una botella de jugo de naranja y unas galletas dulces, de vainilla. Nos invita un poco de ambos.
Ya listos, ingresamos a la cancha, que tiene de muros solo un breve trozo de cemento abajo y luego vallas de acero, una red que nos permite observar el cuenco que es La Paz desde esa distancia. Arriba, el cielo como el mar, como una ola de agua. Hay pocas nubes, así que, también, se ven con claridad las montañas, los nevados, que parecen resguardar la vida de los habitantes de ambas urbes.
Es un paisaje de ensueño.
Me despierta de la ilusión la pelota, que llega a mis pies. Pienso en la felicidad, en sus significados. En cómo puede simplificarse en un balón, en un libro, una película, una siesta, una salida a caminar con alguien que quieres. A veces (o tal vez casi siempre) se encuentra al alcance de la mano. Solo que no siempre la sabemos mirar, apreciar.
La pelota, así como otras cosas, me hace feliz. Pienso en eso mientras, como un préstamo de algo muy valorado, se la paso a un amigo. Y así, el partido adquiere ritmo, color. Las risas de todos cuando nos equivocamos de frente al arco, o las breves celebraciones cuando anotamos un gol. La belleza, así de simple, se resume en esas dos horas que pateamos pelota y jugamos al gol sale ya que somos tres equipos.
Al terminar, exhaustos, compartimos el agua que uno de los muchachos nos sirve en vasos de plástico, una botella que, sin que nadie que se lo pidiera, gentilmente compró. Al primero que le invita es a su hijo, de unos 13 o 14 años, que jugó en el arco casi todo lo que duró el tiempo de juego. Que se equivocó en un par de veces, pero que siempre tuvo el aliento de su padre, que lo llevó a no dejarse derrotar por eso, por un pequeño fracaso. Una enseñanza de vida y no solo de fútbol.
Ahora, cuando tuvo jugadas destacadas, su papá lo felicitó con el amor con el que solo puede hacerlo eso, un padre. Y el orgullo del muchacho se notó en su sonrisa, tímida pero seguro de haber sido elogiado por su mentor.
Me recordó a mí cuando empezaba a jugar, a la misma edad del amiguito, con mi papá, que me regaló este amor a la pelota y que, ojalá, no me falte nunca.
Ya vestidos con ropa “normal”, nos despedimos y prometemos volvernos a ver la siguiente semana, en la misma cancha del cielo.
Salimos de ahí y nos vamos a la feria. Debo encontrarme, después de una semana, con mi papá.