Por: Rodrigo Villegas
Hace poco leí una novela titulada Los alemanes, del escritor español Sergio del Molino, e inevitablemente me puse a pensar en la migración, en el cambio de hogar por diferentes motivos: escapar de algo, de alguien, buscar un futuro mejor para ti, para tus hijos. O simplemente aventurarte a algo nuevo.
Eso porque la historia de aquel libro va de alemanes que tuvieron que huir de su país, allá por 1913 o poco más, para escapar de la Primera Guerra Mundial, de la derrota. Así que llegaron, extrañamente, hasta Camerún. Claro, solo un grupo, no todos. Luego, cuando las cosas mejoraron, se fueron para, entre otras naciones, España, consolidando una nueva “nacionalidad”, más que todo a partir de sus hijos, que vieron la luz de la vida en, por ejemplo, Zaragoza o Bilbao.
La novela va más o menos de eso, pero se la puede pensar en la bolivianidad a su modo: muchos somos hijos de migrantes, y no tanto de los que llegaron de otros países, sino de los que debieron dejar sus ciudades por diferentes motivos.
José Mamani es un amigo lector que también juega fútbol – hay pocos que cumplen con esta extraña combinación – y me cuenta que sus padres dejaron su Oruro natal para probar suerte acá, en La Paz, más precisamente en El Alto, ciudad en la que viven y donde tienen una casa.
“Cuando tenga un hijo o una hija (está a meses de casarse con su novia de años, a quien conoció en la UPEA), será totalmente alteña, no como yo, que nací en Oruro aunque pasé casi toda mi vida acá”, me explica.
Y es así, hay sangres que se van a “contaminar” con otras, las de departamentos que nos recibieron con los brazos abiertos y a los que, de alguna forma, ahora les pertenecemos.
Es medio tramposo, pero una de mis fuentes es mi papá, quien llegó a La Paz hace unos 40 años para estudiar en la UMSA, para dejar atrás una posibilidad de ser minero y morir, capaz, joven.
Claro, no se esperaba que pocos años más tarde su mamá y su hermano menor también llegaran a La Paz, pero obligados por las circunstancias: la relocalización impulsada por el presidente Paz Estenssoro obligó al cierre de las minas, que es donde mi abuela vivía, que es donde había nacido, allá por Siete Suyos (Potosí), y que debían dejar porque, sin trabajo minero, aquel poblado se terminaría en poco tiempo.
Tal cual: ahora es algo así como un pueblo fantasma. Al menos aquella parte de la mina, todo lo que lo rodea, que antes eran casas y tiendas.
“La Paz parecía Nueva York, Buenos Aires, era otra cosa. El lugar donde jugaba la selección, donde vivía el presidente”, me cuenta mi papá.
Si mi padre no hubiera llegada hasta acá, yo no hubiera nacido. Porque él conoció a mi madre acá, una tarijeña que igual había llegado hasta La Paz, a la “capital del país”, en busca de algo mejor. De su encuentro migrante aparecí y ahora escribo de ellos.
“Mi abuelita vive en Santa Cruz, en el Plan 3000. Llegó ahí desde Oruro, por la misma razón de la Relocalización. Claro, ella ya había tenido sus hijos, se los llevó hasta allá, donde tuvieron los suyos, que son plenamente cambas”, me cuenta Wara Quisbert, quien me detalla que su padre, que vivió en Santa Cruz, decidió en un arrebato de locura, en su juventud, trasladarse hasta La Paz para conocer nuevas cosas, tener ciertas aventuras. Y en el proceso concibió a Wara, que es paceña.
“Somos una suma de sangres”, me dice, ella que es periodista, que le gusta, al igual que su padre, conocer cosas, tanto que hace no mucho fue becada a Chile y, luego de enamorarse de aquel país, piensa eventualmente mudarse hasta allá y “tener una familia de mitad chilenos y mitad bolivianos”.
En el tiempo llegué a conocer a muchas personas que vivieron en otros lados, con otras nacionalidades incluso, que arribaron hasta este hermoso pero loco país para hacer “carne de su carne” aquí, ya sea por amores o por cercanías territoriales.
Recuerdo un periodista español que se quedó en Bolivia luego de enloquecer por una joven de rasgos aimaras, a un brasileño, a un inglés. A la vez, tengo algunos amigos que estudian y trabajan afuera, en Brasil o Estados Unidos, que en cualquier momento podrían aparecer y contarme que tendrán un hijo o dos.
Hace un par de semanas publiqué, por este mismo medio, Una Palabra, una crónica de los amigos de Electrodependiente, una pareja que consolidó una librería y editorial con ese nombre. El hombre, que se llama Mauro, llegó desde Chile, camote, de Patty, su pareja y socia, con la que tuvieron un hijo que es cochabambino pero que lleva la sangre chilena.
Días atrás leí una triste noticia que decía que, debido al “intento de golpe de Estado” o lo que sea que haya sido eso, el turismo se había reducido por lo menos en 20% en nuestro país. Esperemos que aquella situación se normalice pronto: uno nunca sabe si su amor llegará cualquier rato de otro país o si uno se verá obligado, por diferentes matices, a dejar su casa en busca de algo nuevo, como los alemanes que se vieron obligados a escapar a Camerún.
Solo el tiempo lo dirá. Mientras tanto, no está mal tener las maletas medianamente hechas ante cualquier “inconveniente”. Por si acaso…