Por: Rodrigo Villegas
La juventud. No hay nada más valioso que la juventud, que ese espacio en el que tus piernas y brazos se mueven con la agilidad de una gacela, de un gato. De un pez en el agua. Donde tu sangre hierve y el aire que respiras es dulce, agradable. No, no hay nada más hermoso que la juventud.
Asumo que siento esa nostalgia porque estoy cerca de cumplir 30 años. De cambiar de dígito, de ingresar a otra etapa de mi vida. Recuerdo la primera vez que me pasó, cuando llegué a los 20. Sentí que se abría una puerta, la de la vida y su fulgor, su fuerza. Ahora siento lo contrario: que el tiempo se me acaba. Se me va.
Sé que exagero, que la vida tampoco funciona de ese modo. Que los treinta será un tiempo, esperemos, hasta mejor que el pasado. Pero hay cosas que no se pueden pintar de otro color. Como el desgaste físico.
Un ejemplo es la cancha, lo que últimamente me pasa en ella. A pesar de los días (casi todos) en los que hago ejercicio, en los que salgo a correr por las mañanas, en lo mucho que puedo cuidar mi alimentación (he reducido bastante mi ingesta alcohólica, incluso), mi cuerpo no me responde como hace unos años. Corro y me sacrifico lo más que puedo por el equipo en el que me toca jugar, por supuesto, pero mis piernas no me responden como antes. Ya hasta mis reflejos están empezando a fallar. Es una caída libre, pienso.
Hace unos cinco o más años (ni qué decir cuando tenía 17 o 18), podía correr como un leopardo, iba de un arco al otro como si nada. Mi papá me felicitaba por eso, por mi despliegue. Recuerdo, también, que cuando sentía que había subido de peso y quería perder esa grasa demás, solo con dejar el pan, las gaseosas y los dulces por unos días ya bajaba los kilos que quería perder. Era más sencillo. Ahora me cuesta cinco veces más. Y sé que, a pesar de todo aquel sacrificio, mi cuerpo no será el de antes. Ya fue.
Uno de los amigos con los que habitualmente juego tiene casi 40 años. A pesar de que su capacidad goleadora relativamente persiste, su despliegue es menor conforme pasan los años.
“Es la edad, hermano; los hijos. Ya no me responde el cuerpo”, me cuenta agotado después de una hora de fútbol. Pienso en eso, en mis 40. En la velocidad del tiempo, en cómo va pasando como si fuera una bandada de pájaros en el cielo.
“Los 40 no son tan malos como los ves, Rodri, como los pintas”, me explicó hace semanas una amiga, que me hablaba de algunos de mis cuentos de Búfalo. “Hay cosas que sí, que ya pasaron, un tiempo que no volverá. Pero hay nuevas cosas que hacer. Hay que verle ese lado optimista”, me dijo.
Y sí, me hizo pensar en lo que viene. En las bondades de los 30: la madurez a la que uno se obliga (para bien) a llegar; el reconocimiento “real” del afecto de y hacia nuestros padres, con las riñas de la juventud ya superadas; una cierta independencia económica que te permite cumplir los sueños del niño que alguna vez fuiste; la constancia del amor de los que están cerca de ti. Eso y más, seguro que hay más.
Ahora, en aquel trámite de pensar en lo postrero me puse a recordar aquellos años, los más maravillosos de mi vida, en la universidad, en la hermosa UMSA, en la loquísima carrera de Comunicación Social. Ahí cada día era algo nuevo, un sol radiante detrás de otro sol radiante. Una jauría de muchachos y muchachas recién salidos del colegio, de esas jaulas, para comerse la ciudad paceña, cada uno de sus rincones, amparados en la inmortalidad de su juventud. Los amores eran más intensos, los viajes, las risas, hasta los llantos. Allí se respiraba un aire que te inflamaba los pulmones como si fuera una dulce toxina, un energizante que no se terminaba de acabar.
Hace unos días pasé por ahí, por el Monoblock, y me detuve a ver a los nuevos universitarios, a los grupos de amigos que ingresaban y a los que salían de ahí. ¿Estarán conscientes de que están pasando la mejor época de sus vidas?, me pregunté. ¿Se darán cuenta que estos años, meses, días, horas y segundos jamás serán reemplazados de otra forma?
Me quedé contemplando aquella escena unos segundos más hasta que seguí caminando a dejar las fotocopias de unos documentos que me habían pedido en un lugar para ver una cosa de un trabajo. En la ruta solo pude pensar en eso, en la juventud. En que quería, para este fin de semana, escribir de eso.