Por: Rodrigo Villegas.
Cambiar no es algo fácil. Al menos no siempre. Involucra entender que hay cosas que se deben modificar, que se deben pintar de otro color. Que a veces es necesario aprender a pensar diferente para salir al mundo, para entenderlo de mejor manera. Cambiar es un proceso íntimo, una transformación breve o definitiva. Cambiar es para valientes, es cachar que la vida puede tener más de una opción.
Un gran cambio en la vida de cualquier persona es una mudanza, un traslado. Un dejar la casa de los padres, de los abuelos, de los conocidos, para emprender algo nuevo. Para empezar una nueva historia.
Hemingway, por ejemplo, se movía todo el tiempo, iba de acá para allá con el sentido de agarrar nuevas experiencias, de sostenerse a través de paredes de otras tonalidades, de amores…
Porque el amor, claro, es uno de los grandes motivantes para emplear este tipo de aventuras. La locura, el sinsentido más fuerte de la existencia. Cuántas cosas ha hecho la humanidad por amor. Cuántas.
Es así que uno muta, con el movimiento. E. (la “fuente” de esta historia) sale de su casa por primera vez. Tiene 28 años. Trabaja, hace su vida. Pero hay algo que debe hacer, que siente que debe realizar: cambiar de norte.
Es así que encuentra un departamento cercano. Pero son muchos cuartos, así que debe hacer algo. Las cosas se van dando y encuentra a una persona, un viejo amigo, con el que compartir el lugar. Pero faltan más pies, más brazos. Es ahí donde ingresa R, que a los pocos días deja su casa para llegar hasta ahí. Con E.
R., entonces, debe adecuarse a otra ciudad, a otro aire. A El Alto, una urbe preciosa. Conoce cada vez más sus calles, sus discotecas, sus ritmos. Dónde comprar pan fresco, dónde almorzar cuando no se cocina, dónde salir a caminar cuando se siente extraviado.
Pero esa adecuación es más sencilla por E., que conoce su espacio, ya que vivió en El Alto toda su vida. Ubica el nombre de las avenidas, el sabor de las comidas, el aroma de los buenos restaurantes, el sentir de la gente que ve pasar.
Así que E., de alguna manera, le enseña la ciudad a R., que siempre fue un visitante, nada más que eso. Ahora es un habitante, una persona que despierta, duerme, come y respira por ahí todos los días, todas las horas. Con E.
En el trámite, el mundo sigue girando: Israel ataca a Líbano, en busca de integrantes de Hezbolá, y recibe la respuesta de Irán, que lanza cientos de misiles a territorio israelí. Una banda delincuencial mata a 200 personas en Haití. Sale a la luz una denuncia contra Evo Morales por presuntamente haber embarazado, hace algunos años, a una chica de 15 años. La carne sube de precio, los incendios persisten, es octubre, el mes más conflictivo de los bolivianos.
Pero, y eso es lo más lindo del amor, es que te permite olvidar ciertos malestares, o al menos dejarlos pasar con menos tristeza. Es un catalizador. Así que, en lo que dura el traslado de ambos, el mundo deja de ser un espacio agresivo.
Se embalan las cajas, se desarma la cama, el catre de madera. Se guarda la ropa, las chamarras que se usarán, las camisetas, los pantalones. Los zapatos. Ese juego permite desechar lo que no se utilizará, dejar el pasado atrás, entender que es un camino ya cerrado. Que no hay retorno para el tiempo, para los segundos, minutos y años.
Sí, el mudarse implica todo eso y más. Cerrar etapas para abrir otras. Con determinación, con nobleza, con alegría aunque con cierta nostalgia. Para crecer hay que saltar, como las aves que migran de su nido, que caen al vacío para soltar sus alas. Esa es la ruta.
Hace unos dos años R. se había ido a Cochabamba, un traslado que debía consolidarse en años de vivencia, pero que se terminó en apenas un par de meses. La fugacidad fue siempre uno de sus objetivos.
Ahora es diferente: quiere quedarse el mayor tiempo posible, hacer de esa casa, de su habitación, su hogar. Su lugar sin límites. Con E.
Es de mañana y la luz de la ciudad ingresa por mi ventana.