Por: Rodrigo Villegas
Una verbena, es lo más parecido a una verbena. Caseras que tienen sus bancas, alistan sus botellas, la música que sale de sus parlantes (mezclándose con la melodía de bombos y platillos) y preparan sus bebidas calientes, aunque la mayoría prefiera la siempre confiable cerveza, las que todos venden ahí. Es así: por cada cuatro personas que pasean por el otro lado del Gran Poder, de la entrada, una vende chela. No es por nada que esta fiesta mueve millones de dólares y donde bailan incluso ministros de Estado.
Claro, la cuestión va con las personas que están «al margen» de los bailarines, de los que pusieron miles de bolivianos para disfrazarse de caporal, de moreno o de cualquier otro personaje de la fraternidad escogida. Hombres y mujeres que aprovechan para vender dulces, galletas, chalinas u otro tipo de cosas para ganar algo. También están los que venden comida, choripanes más que todo. Pero, por supuesto, esta fiesta le pertenece a los que venden trago, ese líquido que te transforma y que te da cierta levedad si lo sabes controlar, porque si no…
Al margen de la infinita cantidad de personas que se agolpan en cercanías de la San Francisco, provocando filas terribles para cruzar a otro lado de calle, esquivando tobas y diablos, la cuestión es que esta fiesta mueve mucha plata y hay que gozarla en sus buenos niveles. Y celebrar, por supuesto, que la vida es corta.