Habíamos llegado a Pedregal para desalojar a una familia. El dueño de la casa, que era un terreno enorme con pocos cuartos construidos, le había dicho a mi papá que ingresaríamos como los nuevos cuidadores. Que no pagaríamos alquiler (por lo menos por un tiempo) si es que lográbamos sacar a los cuidadores anteriores, que aún vivían ahí. El dueño tenía miedo: Evo Morales había ingresado recién al Gobierno y los rumores, entre muchos otros, era que ahora las personas de bajos recursos tomarían las casas de los que siempre habían tenido dinero. Que habría una venganza histórica que tomaría rumbo ahora.
Aquellos cuidadores habían vivido en esa casa por lo menos unos cinco años. Habían compartido un cuarto grande, de paredes de adobe, y una cocina pequeña, además del baño. Era un padre, una madre, un hijo de unos 25 años y tres niños: una de 13, la otra de 10 y el menor solo tenía 6.
Cuando llegamos ahí yo iba por los once años. Habíamos dejado la casa de Miraflores, por el Cruce, y ahora nos tocaba arribar a un lugar más cálido: papá se había enfermado de presión alta y el médico le había conminado a retirarse a un lugar más cálido.
Ocuparíamos tres habitaciones, una cocina y un baño.
Fue así que, tras charlar con el nuevo dueño de casa, que le había arrendado antes otra habitación por la Simón Bolívar, hace unos 10 años, quedaron un llegar a el Pedregal, pero con esa condición: sacar a la familia de cuidadores.
Fue así que llegamos una mañana cualquiera de un año que ya no recuerdo, pero ya hace más de quince años, a aquel lugar profundo de la zona Sur de La Paz. A lo poco papá me inscribió a un colegio cercano, donde los estudiantes vestían chompas guindas y donde los dueños eran una pareja de coreanos de más de 60 años enloquecidos con el orden y, en cierta medida, con la religión. Pero yo siempre supe que su verdadero amor era el dinero.
En aquella casa los primeros que nos recibieron fueron tres perros enormes que nos ladraron como si fueran a devorarnos. Pero a lo poco salieron los cuidadores, el padre y la madre, y nos recibieron como si entendieran que éramos los nuevos inquilinos y que ellos debían irse.
Con los días nos enteramos que el padre era un mecánico que trabajaba en un taller de Cota Cota. La madre se encargaba de cuidar la casa y de trabajar de tanto en tanto ayudando a limpiar casas o lavando ropa. El hijo mayor se fue a lo poco que llegamos: había embarazado a su novia y habían decidido emprender una vida juntos. Los chicos se quedaron. En poco tiempo nos hicimos amigos.
Recuerdo, ahora que el tiempo recae en mi memoria, un carro en medio del campo verde que era aquel terreno. Era un vehículo destrozado, sin llantas y con las sillas rasgadas, que el papá de los chicos había dejado ahí por alguna razón que nunca supe, pero que nos servía para pasar la tarde entre todos. A mi hermano no le gustaba mucho la vagoneta, pero en poco rato la veíamos como un cohete, como un transporte que nos elevaba a nuestros más grandes sueños.
Los tres perros se fueron acostumbrando a nosotros y dejaron de ladrarnos porque mi abuelita, que vivía con nosotros todavía, les daba comida todos los días. Se dejaban acariciar y hasta nos movían la cola cuando llegábamos del colegio.
En poco tiempo armamos una linda amistad con los hijos de los cuidadores. Nos la pasábamos casi toda la tarde juntos, inventando juegos y riendo sin parar hasta que se hiciera la noche.
Así se fueron unas semanas.
Una de esas tardes el dueño de casa llegó a casa a conversar con papá. Desde lejos, dentro de aquel vehículo, pude escuchar un poco de cómo le reclamaba a papá por no haber concretado aún su acuerdo.
Cuando se fue, papá nos sugirió que no nos acostumbremos mucho a la presencia y amistad de aquellos chicos.
Días más tarde los vimos guardando sus cosas en cajas, en bolsas. Yo intentaba hablar con ellos, pero apenas me respondían con monosílabos. Nuestra amistad había sido quebrada.
Una tarde antes de que se fueran, me acerqué al vehículo, abrí la puerta y entré. Me sorprendí al percatarme que atrás, sentado, estaba el niño, el más pequeño. Estaba llorando.
No me quiero ir, me dijo.
No supe qué decirle.
Antes que pudiera responderle que algo haríamos, que intercedería por él con papá, que le convencería de hablar con el dueño de casa, de decirle que esa familia era inofensiva, que no intentarían apropiarse de su terreno, que ambas familias podíamos vivir en paz y armonía, salió del coche, cerró la puerta y corrió a su casa.
Al día siguiente debía ir al colegio en la mañana. Cuando regresé a casa, ya en la tarde, la familia ya no estaba ahí. Pero habían dejado el vehículo y los perros, de quienes ahora, oficialmente, nos hicimos cargo.
Al final de todo, no existieron casas saqueadas, nadie le robó el terreno a nadie. Fue una pesadilla de los que tienen plata, que siempre se andan inventado cosas donde su mayor temor recae en la pérdida de su dinero, de sus tesoros materiales.
Meses después vi al padre otra vez. Había caminado hasta Cota Cota para comprar cartulinas y marcadores para un cuadro que tenía que realizar para el colegio, y me lo topé de frente. Vestía con un mameluco grasiento y los cabellos y piel también manchados.
Hola, me dijo con cierto cariño.
Buenas tardes, le respondí, convencido del rencor que me estaría guardando por todo lo que había pasado.
Pero no. O al menos no lo demostró. Me sonrió y se fue. Chau, me dijo, como si entendiera que de alguna forma me había asustado y era mejor marcharse.
Caminé de regreso a casa con un cierto pesar en el corazón. Pero creo que ahí entendí por primera vez que el tiempo pasa y te convierte a veces en una buena persona, alguien que prefiera dejar el rencor atrás o al menos no hacerlo evidente. Por lo menos eso me había demostrado ese hombre que, ahora sí, no vi más.
Al llegar a casa fui recibido por los perros. Y en la tarde, cuando el sol estaba en lo alto, antes de que comenzara a esconderse entre las montañas, me subí una vez más al vehículo.