Imagen: Generada con Grok de X
Por: Rodrigo Villegas
En una entrevista que está disponible en YouTube y que pertenece al ciclo Seres de palabras, el entrevistador Edson Hurtado le pregunta al reconocido escritor paceño Wilmer Urrelo el proceso de escritura de sus novelas Fantasmas Asesinos y Hablar con los perros, dos libros extensos, de más de 500 páginas, con diálogos a lo Vargas Llosa, a lo Faulkner, donde la concentración debe ser máxima para poder enlazar varios tiempos narrativos y a muchos personajes en pocas líneas.
“Casi muero, la escritura, más que todo de Hablar con los perros, fue un suplicio. Cuando la terminé me internaron a los días. Estuve en la misma cama de hospital donde falleció Víctor Hugo Vizcarra. Me hubiera pasado lo mismo, me salvé por minutos. La escritura puede hacerte eso, enfermarte, matarte. Es algo que recomiendo no hacer”, responde el buen Wilmer, sentado en una silla relativamente cómoda, con sus lentes habituales, con la cabeza rapada, con la voz un tanto aguda.
En crónica posteriores, las que están reunidas en El chicuelo dice, conocimos más de esto que dice, de su enfermedad, tal vez aparecida o mínimamente incrementada por su ambición literaria.
¿Qué significa realmente escribir?

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Hace años, ya casi a tres, cuatro, tenía la certeza de que me iba a morir. Y no era solo una intuición o una premonición dramática para darle cierta emotividad idiota a mi existencia, sino algo fáctico: una enfermedad nacida en mi mano parecía haberse reproducida por todo mi cuerpo. Cuando fui operado, la primera vez, creció en mí la certeza de que pronto dejaría este mundo terrenal, que llegaría al plano en el que se encontraban los muertos de mi familia, el purgatorio de mi sangre.
Por esa razón, cuando pasé la primera etapa de mi recuperación, a la espera de que en cualquier momento me comunicaran la noticia de que debería ser internado, esta vez más tiempo que las veces pasadas, de que el mal había invadido mis órganos vitales, de que debería ir despidiéndome lentamente de mis seres queridos, me puse a escribir, que era lo que más quería hacer en la vida. Olvidé cualquier aspiración laboral, económica, y me puse a diario delante de la computadora a hacer eso que tanto amaba. Al final de cuentas, para qué me serviría cualquier ahorro, vehículo o casa si no lo iba a disfrutar jamás. Seguramente fue un criterio egoísta, pero seguramente ahí ya era un escritor, y todos los escritores son egoístas. Todos.
Lo divertido de toda esta memoria es que, por el reloj en contra que llevaba latiendo en mi cabeza todos los días, no me animaba del todo a escribir novelas como tal. Me decía, ¿y si mañana te cae el rebrote de la enfermedad y debes dejar la historia inconclusa? ¿Y si todo ese trabajo queda en la nada, a medias? Fue por eso que elegí, mejor, la escritura de cuentos. Son más cortos, su escritura conlleva (en la mayoría de los casos) un tiempo menor a la de una novela.
Así nacieron, de a poco, los relatos de Búfalo, que primero debieron ser cinco, luego fueron diez, y al final alcanzaron los 15 o 16, ya no lo recuerdo. Cada día amanecía que la ansiedad de recibir la noticia aciaga, pero nunca llegaba.
Aquella temporada fue dinámica, repleta de la adrenalina que conlleva escribir contra la muerte. Me fui, también, enamorando de los cuentos, de su textura, de su precisión al intentar hacerlos nacer.
Poco tiempo después de concluir con esa batería de cuentos, por fin llegó el día que sabía iba a aparecer en mi camino: la enfermedad regresó. Lo interesante: no lo hizo con la fuerza que presumía ni con la que los médicos me habían anticipado. El proceso fue relativamente corto, muy doloroso, por supuesto, pero con un final.
No me iba a morir.
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A veces la vida te va colocando en ciertos escenarios inesperados. A ti te toca, por tu parte, moverte por esos caminos lo mejor que puedas, hacer todo lo posible por no extraviarte.
Vargas Llosa decía que escribía porque no se sentía conforme con el mundo como tal, que lo incomodaba, que no lo satisfacía, y que por eso elegía transformar su presente a través de un lápiz y un papel. El Nobel de Literatura pregonaba que aquella era una de las razones por la que la mayor parte de los escritores y escritoras habían decidido hacer eso, dedicarle su vida, sus horas más valiosas, a sentarse delante de un cuaderno o de una pantalla para colocar palabra tras palabras y enhebrar un relato.
Con el tiempo, ya con la vida en mis manos, ya sin una enfermedad latente, pude abrir mis puertas, ahora sí, a la escritura de novelas. Es, ahora, mi objetivo.
También, con lo que conlleva no morir, la idea del futuro se ha hecho más abismal. Trabajo como los mortales, más de ocho horas en una institución, pero me doy el tiempo para escribir aunque sea un poco. Ya no tengo, creo y espero, al reloj en contra.
Claro, como sucede siempre, ahora mis preguntas son otras: ¿Por qué escribir? ¿Qué se busca cuando uno se pone a imaginar un relato? ¿La cuestión es solo contar una historia atractiva o aspirar a algo más? ¿Cuál es nuestro deber como escritores en el acontecer nacional?
Mientras pienso en todo eso, termino de releer Fantasmas asesinos, de Urrelo. Con que la vida nos siga dando libros así de increíbles estaremos bien, me digo. Luego veo el documental Banderas del amanecer, de Jorge Sanjinés, y las preguntas vuelven, esta vez con tamaños aumentados. Siempre hay que ver a Sanjinés. Siempre.


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