Foto: Policía Boliviana
Por: Rodrigo Villegas
Ocurrió un miércoles 11 de junio de 2025: tres policías murieron en Llallagua y uno en Confital (Cochabamba). Fueron asesinados. Dos de ellos recibieron disparos. Uno fue muerto a golpes; al otro, luego de castigarlo por algunas horas con patadas y puñetes, le colocaron dinamita en el estómago. ¿Qué habrá sido lo último que pensaron antes de exhalar su aliento final? ¿En sus hijos? ¿En sus madres?
Era una mañana como cualquier otra en Bolivia, por lo menos en aquellas últimas semanas de un año en el que la comida empezó a faltar en la mesa, en la que las filas por combustible se hacían interminables conforme pasaban los días. En la que las marchas en el centro de la ciudad de La Paz se hacían recurrentes por el rechazo a la escasez de dólares y carburantes, circunstancia que había incrementado el precio de la mayoría de los productos y alimentos en el país, obligando a muchas tiendas a cerrar sus puertas y a los más pobres, siempre lo más golpeados, a la desesperación. El principal señalado era el Gobierno, por supuesto. Pero había, también, un nuevo responsable, alguien que había logrado que la crisis se agudizara aún más: Evo Morales.
El expresidente había impulsado (aunque después se negara y dijera que él “nunca había convocado a las movilizaciones”) bloqueos en muchas carreteras del país en presunto rechazo a la actual situación económica nacional, pero el motivo evidentemente principal había sido su inhabilitación como candidato presidencial para las elecciones del 17 de agosto. El partido con el que había intentado inscribirse, que era Pan-Bol, había perdido su personería jurídica al no lograr un mínimo de votación del 3% en los pasados comicios generales. Además, Evo había recibido otro golpe: el Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) había sacado una resolución que le evitaba una nueva candidatura. Se le habían agotado las “balas”, menos la de siempre, la “confiable”: el bloqueo.
Cuando solo era un dirigente del Trópico de Cochabamba, Morales había logrado hacerse conocer en todo el país de esa forma, en el principio de este siglo: con bloqueos y marchas que lideraba para afrontar a los diversos gobiernos de oposición. Hasta que tomó el mando del país al ganar las elecciones. Irónicamente un bloqueo también lo sacó de la silla presidencial en 2019, aquellas famosas “pititas”, impulsadas por intereses políticos, empresariales y un fuerte rechazo social por una acusación de fraude en las elecciones de ese año, lo obligaron a escapar y perderse por al menos un año. Cuando regresó, luego de que Luis Arce tomara el mando del país con el MAS, los colores de Evo, en pocos años retomó aquellos bloqueos como arma de lucha. Peleado con su pasado compañero y exministro de Economía, comenzó de a poco a articular movilizaciones y cierres de vías para lograr sus cometidos. El último de ellos fue el protagonizado por sus seguidores en las carreteras hacia Cochabamba, Sucre y Potosí. A pesar de los intentos policiales por desbloquear esos caminos, los seguidores de Morales, ahora conocidos como “evistas” debido a que ya no se les puede decir “masistas” (al perder su sigla histórica, el expresidente renegó de aquel partido ahora tomado “por el imperio” y creo uno propio, con un nombre más que controversial: Evo Pueblo), se sobrepusieron y no permitieron que las fuerzas del orden abrieran las carreteras. Se registraron enfrentamientos.
Pero el más fuerte y doloroso sucedió en Llallagua.
Municipio de Potosí caracterizado por su actividad minera y comercial, Llallagua fue tomada por seguidores de Evo que habían bloqueado a cal y canto la salida e ingreso al lugar, dejando sin combustible y hasta sin alimentos al sector. Los vecinos, desesperados, salieron a desbloquear la carretera, pero no lo lograron: chocaron contra fuerzas organizadas que no solo contaban con piedras y palos, sino con dinamita y armas de fuego. Se reportaron heridos.
Fue allí que tuvo que intervenir la Policía.
Decenas de efectivos llegaron hasta Llallagua para liberar esa vía fundamental, pero fueron recibidos rápidamente por una emboscada: los bloqueadores se habían perpetrado en las montañas aledañas, desde las cuales lanzaban, en primera instancia, pedradas, pero luego de unas horas comenzó el terror a través del ulular de algunas balas. Minutos más tarde algunos medios de comunicación y periodistas independientes difundieron fotografías en las que se veía a varios de los movilizados en posesión de fusiles. La cosa se había puesto más intensa.
La población alejada del lugar y que solo podía estar al tanto de lo que sucedía en Llallagua a través de sus celulares veía con indignación y una tristeza parecida a una patada en el estómago todo lo que acontecía. Las primeras lágrimas cayeron al suelo cuando se confirmó la información más temida: había un muerto.
Un joven policía (menor de 25 años) había sido alcanzado por una bala. Había luchado por su vida alrededor de dos horas, pero no resistió: se lo llevó el tiempo, la tierra. El odio.
La Policía Boliviana sacó una esquela fúnebre donde se veía su rostro: era apenas un muchacho.
No es que los policías les caigan bien a todos debido a cierto historial histórico que llevan en sus espaldas, pero esta muerte estremeció a un país entero. Era el símbolo de una violencia sin límites que parecía enraizarse en una Bolivia al borde del colapso económico y social.
Pasadas unas horas se confirmó la segunda muerte: otro policía de una edad similar. Era demasiado.
En el trámite los que estábamos lejos de Llallagua pero que sentíamos tener el corazón ahí dentro revisamos nuestros celulares para comprobar lo que sucedía en la zona, pero nos encontrábamos con videos en los que policías eran golpeados en el piso, donde eran emboscados y donde pedían que el Gobierno los ayude con refuerzos militares o armamento.
Desde las pantallas de televisión muchas autoridades exigían que se dictara estado de sitio en Llallagua, pero el Gobierno decidió no proceder de esa forma. Sacar a los militares puede ser liberar a seres enjaulados con el gatillo fácil. No es tan sencillo. A veces la solución de la sangre por sangre no es la más efectiva.
Por aquella indecisión el presidente Luis Arce recibió muchas críticas, más aún cuando horas más tarde se reportó el deceso de dos policías más: uno había sido atacado a golpes, tanto que entre patadas, puñetes y pedradas lo habían dejado sin respiración. Al cuarto le habían colocado un paquete de dinamita en el estómago, según se reportó.
Un día más tarde se supo de la muerte de un universitario. Y de la lucha por su vida de un enfermero al que habían lanzado desde un precipicio. Parecía una película de terror.
Ante la presión de la sociedad, Arce, que al final de cuentas no instauró el estado de sitio en Llallagua, envió un fuerte contingente militar hasta el lugar, liderado por el ministro de Gobierno, Roberto Ríos, y el viceministro de Régimen Interior, Jhonny Aguilera. Arribaron en la noche del jueves. Y fueron recibidos como héroes.
Para ser un país golpeadísimo por más de una dictadura militar, con personajes turbios como Hugo Banzer y Luis García Meza, entre otros, era extraño ver cómo la gente aplaudía y vitoreaba los tanques de guerra, los uniformes que tienen la sangre boliviana históricamente guardados en sus bolsillos. Pero es que la situación había llegado hasta los límites más extremos: además de los muertos, los bloqueadores evistas habían ingresado un día antes a la ciudad y habían saqueado algunos comercios e instituciones; habían amenazado a la población con hacerles daño si es que no los apoyaban. El temor estaba en lo más profundo de sus corazones.
Solo así, con tanta sangre ya derramada en el camino, se pudo liberar esa vía y tomar el control de Llallagua.
Horas más tarde las autoridades de Gobierno señalaron que en el lugar se había comprobado la existencia de fábricas de marihuana y que se investigaba a otras que presuntamente generaban cocaína. Que Llallagua había sido “tomada” por organizaciones dedicadas al narcotráfico en una zona roja denominada México Chico. El nombre ya lo decía todo.
Algunos han dejado entrever que aquellas actividades estarían ligadas a algunos dirigentes de Morales, a los del Chapare, sector siempre señalado por actividades ilegales en la fabricación de estupefacientes a través de la hoja de coca.
Pasados unos días se procedió al velorio de los policías caídos. Se los ascendió de manera póstuma, pero de nada servía: ya no estaban aquí.
Evo Morales habló a lo poco: no se refirió a los fallecidos, sino que anunció, a su modo, que las cosas “solo empeorarían” si el Gobierno continúa con intervenciones militares en puntos de bloqueo. Y dejó entrever su solución: que la Asamblea Legislativa dicte una ley que le permita participar en las elecciones de agosto.
La calma ha llegado, por el momento, a Llallagua. Y a otras carreteras que ya han sido liberadas. Pero, ¿hasta cuándo?, nos preguntamos todos, a tan poco tiempo de la votación que elegirá al nuevo presidente que lidere el país por los siguientes y difíciles (la situación económica no se solucionará de la noche a la mañana) años. Algunos analistas han dicho que esto que pasó en Llallagua ha sido algo así como una demostración de lo que acontecerá de acá hasta que lleguen los comicios e incluso que alcanzará la gestión del nuevo mandatario, al que le harán la vida a cuadritos en su tarea de gobernar. Que ahí se verá el temple y sabremos si habremos elegido bien o no al presidente. Que, ante todo, se debe evitar más derramamiento de sangre en este país ya tan maltratado en sus bolsillos.
Solo el tiempo lo dirá. El tiempo. Mientras tanto solo nos queda la tristeza.