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    [Serie] El lenguaje, la memoria y la lucha que no debemos perder (IV)

    lustración: Noel Decker, cuando tenía 10 años.

    Por: Carlos Decker-Molina

    En febrero de 2024 estuve unos días en el hospital Saint Göran de Estocolmo con una afección cardíaca. A esta altura de mi vida, se puede decir que soy un “casero” del Saint Göran.

    En los hospitales suecos, las habitaciones están ocupadas por hombres y mujeres. Suelen tener seis camas, a veces cuatro, y si se determina que el enfermo tiene alguna afección infectocontagiosa, va a un cuarto solitario.

    Mis compañeros de habitación eran cinco: tres mujeres y dos varones. Una de ellas, una setentona que aún conservaba la coquetería de sus años jóvenes, era sueca de Östermalm (el barrio de clase media alta). La otra era una mujer probablemente de unos 60 años; no pude detectar el idioma que hablaba cuando usaba su celular. Se lo pregunté y me dijo que era rome, es decir, gitana. El que estaba en la cama de enfrente era un sueco con raíces judías que sufría de asfixias repentinas, por eso dormía con una máscara a la que se negó a gritos la primera noche, porque le traía viejos recuerdos; era el que más se quejaba por la noche.

    A mi derecha yacía un payaso de profesión, inmigrante de Bulgaria, que había trabajado en el famoso circo de Moscú de los años soviéticos. “Me quedé en este país porque me pareció el más humanista y verdaderamente socialista”. Finalmente, la sueca finlandesa, una mujer que aparentaba los 80 largos, había llegado a Suecia de niña, cuando se recibían los llamados “niños de guerra”; sus padres los enviaban de Finlandia a Suecia durante la guerra de invierno. Ella se quedó con los padres adoptivos. Me contó que, de niña, se trepaba a lo alto de un árbol porque sus padres adoptivos le habían dicho que su madre estaba en el cielo. “Quería verla”, me dijo.

    Solíamos departir a la hora de la tele, es decir, a las 19:30. Era un solaz ir a la cafetería con nuestros aparatos que miden hasta los suspiros colgando de nuestros cuellos. Tomábamos café con galletitas, servidos por una inmigrante somalí con una ayudante tailandesa. Era una hora en que nos olvidábamos de nuestras dolencias cardíacas.

    La sueca de Östermalm, curiosa —como yo—, me preguntó por mi país de origen, se lo dije. Fue ella quien acertó al decir:

    “Disfrutemos de la pluralidad social de Suecia, aunque sean nuestros últimos días de ciudadanos. No quiero vivir en un país con guetos de homosexuales, ambientalistas, turcos, somalíes, latinos, originarios y enfermos mentales, un identilandia sin pies ni cabeza”.

    No sé si la sueca superó sus dolencias cardíacas, pero me quedó sonando su voz preventiva:

    “Nos están llevando al despeñadero de las identidades, querido amigo. Una cosa es mi identidad y otra mi convicción, que seguro se parece a la tuya”.

    Fue entonces que prometí: “Si salgo de ésta, escribiré algo sobre las identidades”. Así nació esta serie. Este capítulo, el cuarto, es una aproximación a las ideas de mi compañera de cuarto, por eso le puse el título que ella sugirió:

    Identilandia

    En la plaza de armas de Identilandia, solo los domingos, se entrecruzan viejos, viejas, jóvenas y jóvenes, niños, niñas y niñez. Todes quieren vivir mejor que en la Europa decadente.

    ¡Esa Europa! Alguna vez significó la gran aspiración. “Tengo un norte”, se decía con orgullo.

    ¡Ese norte europeo! Donde se entrecruzaban el amor y la muerte como si nada; lugar tenebroso donde se festejaban los horrores de la vida, como si nada. La ciudadanía tenía derechos y obligaciones. A veces pocos derechos, a veces muchas obligaciones.

    Hoy, ¡ese norte! Es un museo de la historia social. Se hizo pedazos entre universalistas y proteccionistas.

    A sus habitantes los llaman universalistas de la gran madre, nadie los quiere porque ha surgido la época del “yo primero”, “yo soy el más grande”, “yo soy el sabio que no necesita libros”.

    Le tuvieron antipatía a ese norte, construido en base a intelectuales alemanes como Kant y otros que dicen que en realidad eran judíos como Marx y los racionalistas franceses como Descartes o Rousseau. Ese norte donde todos actúan contra todos, pero democráticamente, y se crearon las sociedades de bienestar, ¿solo para algunos? Se autocalifican de ciudadanos porque decían “la ciudadanía nos iguala”. Me recuerda al “proletarios del mundo, uníos”, que también igualaba. Mi padre fue gran defensor hasta 1989, cuando desapareció el muro de Berlín, y el pobrecito entró en coma intelectual cuando en 1991 desapareció su paraíso.

    Los nostálgicos, no quieren reconocer que rige el postmodernismo. Y tampoco reconocen que la pelea no es izquierda contra derecha, la pelea es entre los universalistas y los proteccionistas, es una lucha dentro del gran capital.

    En Indentilandia es diferente. Sus calles están bien planificadas, fue la Inteligencia Artificial que las diseñó. Te invito a visitarla.

    ¿Quieren conocerla?

    Te cuento que hace unos días llegó un despistado de casi dos metros de estatura, rubio, con pocos pelos, pero rojizos. Preguntó:

    – ¿Dónde puedo alojarme?

    – ¿Una vivienda en alquiler? No. Aquí vives donde puedas abrir la puerta de calle con la llave de tu personalidad y tu orientación filosófica, ética y sexual. ¡Es un mundo libre! Debes definir tu yo. ¿Quién eres? ¿Qué quieres de la vida? ¿Qué pretendes? ¿Con quién te gustaría emparejarte? Cuando determines tu identidad, entras al barrio que más se adapte a tu nuevo yo. ¿Entendiste?

    – ¿Alguna sugerencia? —volvió a preguntar.

    – Ok, ¿eres gay? ¿Eres del movimiento LGBT o del LGTBI? Si lo eres, te corresponde el barrio del arco iris. Necesitas un certificado que no sea médico/biológico, es decir, binario, sobre tu identidad sexual. Porque lo sexual es una orientación, puedes ser norte, sur, este u oeste. Tú lo decides. ¿Tienes hijos? Si los tienes, pueden elegir su identidad sexual o, si quieren cambiar de sexo, hay posibilidades clínicas.

    – ¿Y … ese barrio color ocre?

    – Ah, ahí viven los originarios. No entras si no es con un certificado de sangre. Si los glóbulos rojos y blancos no están mezclados y puedes hablar algunos de los idiomas salvados del lingüicidio, te pueden admitir. Te sugiero que no vayas porque eres rubio y, por tanto, colonial.

    – Soy blanco, pero he sido proletario de la industria automotriz de Bayerische Motorenwerke, luché contra el colonialismo, además he sido su principal dirigente, por lo tanto, proletario de pura cepa. Socialdemócrata, admirador de Willy Brandt, Olof Palme, Bruno Kreisky y la mítica Gro Harlem Brundtland.

    – No entiendo tu lenguaje. ¿Quién es Willy Brandt? ¿Proletario? Es una palabra sin sentido. Des…a…pa…re…ció. Además de despistado, eres un pasado de moda. En este sitio no hay lucha de clases. Todos somos clase media, hasta los distribuidores de comida a domicilio son clase media porque en el cuarto donde viven tiene tele, Internet, son propietarios de bici o moto, compran en el súper Lidl una cadena barata, si se ve obligado a tomar taxi lo hace en Uber, y si tiene que viajar al exterior lo hace en Ryanair y, ¿alojarse? En Airbnb, jamás en hotel. ¿Y qué idiomas hablas?

    – Aparte del inglés, el alemán, el francés y el castellano.

    – En el barrio gris, los principales idiomas son los de los pueblos originarios, verdaderos dueños de estas tierras.

    – ¿Y los idiomas que domino, acaso no sirven?

    – No. Los idiomas que hablas son coloniales, aquí no tienen valor.

    Luego de un silencio un poco largo, volvió a preguntar:

    – Me hablaron del barrio verde. Soy ambientalista. ¿Es recomendable vivir allí?

    – Siempre que seas vegano o, cuando menos, vegetariano y tomes leche de avena o soya. Si eres, además, animalista, mucho mejor. El problema es que no puedes viajar al exterior porque está prohibido volar en avión. La ropa es vintage … de tercera, tiene olor a naftalina. La mayoría viste unos mamelucos y unas túnicas del tiempo de “flower power”, algunos pasan frío. No usan calefacción, sobre todo si es en base a petróleo o carbón. Tiene su lado bueno: su gente se pasa el día haciendo yoga y meditando, y come hierbas y fruta sin fumigar, algunos huelen a ajo y otros fuman mariguana. Son anticiencia. No se vacunan contra nada y son antitecnología porque la tecnología es la causa del desastre ecológico, climático y sus derivados medioambientales. No creen en los nuevos hornos de acero ambientales más caros, pero seguros. Y tampoco en la tala gradual de árboles y las plantaciones de reemplazo.

    – ¿Y ese barrio casi oscuro, está sin luz?

    – No puedes entrar porque, ya te dije, eres rubio. En ese barrio viven los afroeuropeos y afroamericanos. Son “esclavos de herencia”, es decir, ellos no fueron ni son esclavos, pero son tataranietos de esclavos. Por conciencia cultural y recuerdo histórico, se califican como esclavos y por eso más africanos que los verdaderos africanos. Puedes tomar un bus para ir de visita, pero tiene que ser el bus para blancos. Ellos no suben a los buses de blancos, tienen otros solo para los afroamericanos o afroeuropeos.

    – ¿Qué barrio me aconsejas?

    – Como tienes resabios del pasado, pienso que el mejor para ti es la calle de los nueve-hablantes. Es cuestión de no decir él y tampoco ella, sino elles. Como eres bueno para los idiomas, será más fácil. Ten cuidado con algunos vocablos que llaman a la confusión, como soldada y soldado. Porque una mujer soldada aparentemente no puede ser madre, pero en realidad es la que tiene un arma al hombro como cualquier soldado del ejército. Ni se te ocurra mencionar a la mamá de Jesucristo porque en el barrio la consideran una violada, porque lo concibió a su hijo sin su consentimiento. Nadie le preguntó si quería o no. No se respetaron sus deseos. La tienen cancelada a la pobre María porque nunca se quejó de la violación. El #MeToo es muy fuerte. Mejor no arriesgues si tienes alguna agresión verbal o física oculta en el ropero de tu lejana adolescencia o juventud, o alguna mala broma que ayer era chiste y hoy es insulto. Ni se te ocurra decir: “Hola gringuito” o “salud negrita” y menos “cómo estás chinito”.

    – ¿Por qué?

    – Porque es ofensivo decirle el color de la piel a alguien que lo tiene: amarillo a los asiáticos y negro a los africanos. Y es superofensivo si al que te refieres no es de ese color. Si te digo: “Hola negro” siendo tú un rubio casi blanco, igual que decirte “chino” si no eres asiático. En ambos casos, resulta una apropiación étnica/cultural inaceptable.

    – ¿Y … esas fogatas?

    – Son en homenaje a Bradbury.

    – Me suena el apellido … es el escritor …

    – La verdad, no sé, escuché que está relacionado con un libro. A propósito ¿Leías Tintín?

    – Sí … me acuerdo de Tintín en el Congo.

    – Es una de las revistas que quemaron porque defendía la colonización.

    – Uy … uy

    – Lolita también se quema, igual que “La cabaña del tío Tom”, “Madame Bovary”. Creo que es la décima edición que está yendo al fuego. “Los tres mosqueteros”, por ejemplo, es un libro que se quema porque no tiene un mosquetero negro, Aramis no es homosexual y Portos no es asiático. Es decir, no reflejan la realidad social y humana de Francia. Su equipo de fútbol, que fue una muestra de integración, hoy está cancelado porque no tiene asiáticos y tampoco transexuales. Aquí quemamos todo lo reñido con nuestro pensamiento postmoderno, además “el fuego es brillante y limpio”.

    – Me quiero ir de este lugar.

    – Es imposible. Si entraste a este sitio, no puedes irte porque está prohibido migrar, por ley. Supongo que no llegaste como refugiado. No se reciben refugiados, porque está comprobado que son terroristas activos o potenciales. Y los inmigrantes que llegan en pateras o contenedores son gente sin un centavo y, por eso, sin futuro.

    – ¿No hay manera de irse?

    – No. Sigue mi consejo: aprende el nuevo idioma, no tiene plural porque el plural generaliza. No digas ciudadanos, es una palabra prohibida porque es liberal y socialista al mismo tiempo.

    Lo miré con profundidad de sabio posmoderno, hice una mueca de menosprecio por su ignorancia. Le dije:

    – Mejor vete al hotspots de la Meloni, ahí viven los indocumentados y segregados del postmodernismo.

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