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    [Serie] El lenguaje, la memoria y la lucha que no debemos perder (II)

    Ilustración: Laura Kwiatkoswki

    Por: Carlos Decker-Molina

    Fiesta de disfraces

    (La historia de Bettina Jarasch, líder de Los Verdes de Alemania, es la fuente original de este relato)

    Durante varios años, un grupo de vecinos organizábamos, al término del verano, una fiesta de disfraces destinada a nuestros hijos. Era una forma simbólica de despedir las vacaciones estivales y, en el caso de los más pequeños, un impulso de ánimo ante el inicio de su etapa escolar.

    A mi hija Juanita le entusiasmaba disfrazarse de “piel roja”, como solían representarse a las jefas indígenas en las películas del viejo oeste estadounidense. Algunos vecinos vestían a sus hijos como chinos, con trenzas postizas que colgaban de un gorro, y los padres, con delineador de ojos —frecuente en los estuches de maquillaje de las madres— acentuaban sus rasgos orientales.

    En aquel entonces, a nadie le preocupaba que un niño se disfrazara de chino, indígena, africano o incluso de Tarzán. No se concebía como una ofensa ni una apropiación indebida.

    Sin embargo, con el paso del tiempo, la pequeña Juanita creció, se convirtió en adulta y se vinculó activamente a la política, llegando a ocupar una posición destacada dentro de su partido.

    Durante una campaña electoral, un periodista le hizo una pregunta aparentemente inocente:

    —¿Qué deseaba ser usted antes de convertirse en candidata?

    —¿Cuándo era niña?

    —Sí, exactamente.

    —Bueno… cuando era niña quería ser jefa india, una “piel roja”.

    Esa respuesta, en otros tiempos inofensiva, generó una ola de reacciones negativas en las redes sociales. Fue acusada de utilizar un lenguaje discriminatorio y de ridiculizar a una cultura ajena. La presión mediática y política se intensificó.

    En una conversación familiar, suponíamos que la polémica sería efímera. No fue así. Su propio partido le solicitó realizar una declaración pública. Lo que siguió fue una especie de retractación:

    —Condeno los recuerdos espontáneos de mi infancia —declaró Juanita a la prensa nacional.

    Este hecho me lleva a reflexionar sobre otras expresiones culturales: por ejemplo, las comparsas de carnaval en América Latina, en las que se interpreta la figura del africano en contextos indígenas y mestizos, como ocurre con la Morenada. ¿Son también manifestaciones de apropiación cultural, colonialismo o racismo? ¿O se trata simplemente de una celebración popular que mezcla influencias?

    Mi esposo —prosigue la madre de Juanita— es mestizo, nacido en América Latina. Recuerda que, cuando era niño, jugaba a los vaqueros con sus amigos, muchos de ellos hijos de indígenas.

    Un aficionado al cine, al que lo llamaban «cinero», solía visitar las zonas rurales de los valles cálidos llevando consigo un proyector y películas del oeste, como “La diligencia” o “OK Corral”.

    Mi esposo asistía a una escuela donde algunos alumnos iban descalzos; hijos de indígenas beneficiarios de la reforma agraria. Aquella escuela, como muchas otras, se construyó a lo largo del trazado del tren inglés, símbolo del escaso progreso agrícola en el valle del país de mí esposo.

    Allí confluían niños de diversos orígenes: hijos de indígenas, obreros y empleados ferroviarios. Compartían las aulas, la misa dominical y los espacios recreativos del sindicato ferroviario. Jugaban juntos, se bañaban en el río cercano y, cuando el «cinero» llegaba, acudían a las improvisadas salas de cine montadas en bodegas vacías o con poca carga. Veían películas de vaqueros o bélicas, donde los villanos eran los indígenas norteamericanos, los alemanes o los japoneses.

    Al día siguiente, los niños recreaban esas historias. Se colocaban sombreros de ala ancha, montaban caballos de palo y organizaban asaltos ficticios a fuertes militares ocupados por soldados de “chaqueta azul”.

    No conocían del todo el idioma inglés, pero imitaban las frases que escuchaban. Una de ellas era:

    “! Open the gate! the Apaches are chasing us!”

    Los niños retenían solo parte de la expresión y la adaptaban, combinando los idiomas que manejaban: inglés, español y quechua.

    —¡Open the gate, los apaches jamuzhanco!

    ¿Narrar o haber vivido esta escena, setenta años después, puede considerarse racismo, colonialismo o apropiación cultural?

    Imponer prohibiciones en nombre de la corrección política puede convertirse en un freno a toda forma de creación cultural, incluso a la espontaneidad infantil.

    ¿Debe un niño que creció en un país de América Latina disculparse por haber jugado a ser apache, soldado yanki o por imitar a Tarzán?

    Pretender un regreso idealizado a la cultura indígena, o a una visión homogénea de un EE. UU. blanco que nunca existió, es una forma extrema de nacionalismo. Tal pensamiento puede derivar en nuevas expresiones autoritarias, similares a las que encarnan Donald Trump, Vladímir Putin, Viktor Orbán o Matteo Salvini, por citar figuras de la derecha. Del lado opuesto, lo representan los movimientos indianistas que aspiran a volver al “año cero”.

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