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    [Crónica] El cumpleaños de papá

    Por: Rodrigo Villegas

    Ramiro, mi papá, cumple 63 años. Nació en 1962 en Siete Suyos, un campamento minero ubicado en Potosí. Vivió en una casa pequeña que ya no existe. La última vez que fue, hace un par de años, estaba muy cambiada: la habían demolido para construir otra en su lugar.

    “Aquel lugar ya no es el mismo, ya no está mi gente, mis amigos, mis familiares. Ahora todo está acá, en La Paz”, me contó cuando llegó, después de unos días de viaje en el que sus paisanos se habían encontrado en aquel Siete Suyos para recordar su infancia su adolescencia. Aquel territorio que habían dejado atrás para convertirse en otra cosa, para “mejorar”. No todos lo lograron.

    Muchos llegaron desde Argentina, Brasil, España y de departamentos bolivianos como Cochabamba, Tarija, Pando y, por supuesto, La Paz. Eran migrantes.

    Papá es, a su estilo, un migrante.

    Igual que su madre, mi abuela, que llegó poco tiempo después que mi padre se haya trasladado hasta La Paz para dar encuentro a su hermano mayor e inscribirse en la universidad pública. Su sueño era ser economista, siempre fue bueno en matemáticas.

    Como llegó meses antes del inicio de las clases, se puso a trabajar con su hermano, mi tío. Lo hicieron de albañiles, de vendedores de pequeños productos. Comían poco y compartían un cuarto pequeño.

    Cuando comenzaron las clases, papá tuvo que intercalar trabajo con los estudios. Todavía en Potosí, mi abuela les mandaba encomiendas. Atún en lata, leche, algunos dulces y todo lo que le alcanzara. Lo que podía.

    Papá estudió unos años ahí, alcanzó buenas notas y hasta se formó brevemente como dirigente de los jóvenes hijos de mineros que, al igual que él, habían llegado hasta la sede de gobierno para profesionalizarse. Pocos lo consiguieron. El trabajo diario y el cansancio que conlleva, además del impacto de la gran ciudad y sus deleites los hicieron saltar del barco.

    Papá fue uno de ellos. No alcanzó a titularse.

    “Por el fútbol y los malos amigos”, nos dijo a mi hermano menor, Diego, y a mí cuando éramos niños y en la adolescencia, como indicándonos qué no teníamos que hacer. O tal vez solo por contarle a alguien su pena. “Ganas, bebes; empatas, bebes; pierdes; bebes. Así era la cosa por aquel entonces. Como jugaba bien y casi siempre ganábamos, me invitaban a tomar y aceptaba con mucho recato un vasito, luego otro y otro y listo, ahí se me iba el fin de semana. Ya no hacía mis tareas. Así perdí mi oportunidad”.

    Mi papá está seguro de que, si no hubiera “fallado” en aquel cometido, hubiera sido gerente de un banco o mínimamente jefe en alguna institución. Yo también estoy seguro de eso.

    Con los años, picando un trabajo tras otro, llegó a las letras, al oficio de la palabra. De niño mi abuela, a duras penas, le había pagado unas clases de taquigrafía. En una máquina de escribir que aún conservamos porque le pertenecía a su papá, un minero que murió a los 33 años por un cáncer agresivo que seguramente adquirió en el interior de alguna montaña, mi papá hizo sus primeras armas al memorizar el lugar de las teclas, su simbología. Fue el mejor de su clase. A más de sus 25 consiguió, por ese estudio, un pequeño trabajo de transcripciones. Luego lo llevaron a una pequeña editorial. Después a una del Estado. Luego a otra y a otra y así, copiando palabra tras palabra, siendo certero con la construcción de oraciones y párrafos, aprendió el trabajo de la edición y corrección de textos.

    Avezado como era, no perdió la oportunidad cuando una superiora con la que trabajaba mano a mano le sugirió ir en lugar de ella a una entrevista de trabajo para corrección de estilo en el periódico en El Diario, cuando estaba en su apogeo y no ahora en su declive. Papá le preguntó si estaba segura. “Sí, fija tú lo haces mejor que yo”, le dijo. Y mi papá fue.

    Le tomaron un examen junto con algunos candidatos más. Mi papá quedó y fue contratado.

    Ahí comenzó a leer cada vez más y más, comprendiendo que, a diferencia de sus demás compañeros en el periódico, él no era profesional ni tenía documentación que lo resguarde ante cualquier eventualidad. “Me prometí rellenar esas faltas con más conocimiento”, me contó cuando yo iba por los 15 años y no sabía muy bien qué hacer con mi vida.

    Como, a la par de El Diario, le salió una breve estadía en Santillana (cuando compartía stock con Alfaguara) en edición de libros educativos, a los trabajadores les vendían libros con descuento y hasta se los regalaban en festividades. Papá comenzó a hojearlos y llevárselos a casa. Armó su pequeña biblioteca que ahora, pasados los años, es grande.

    Yo llegué a ellos cuando tenía 13, 14 y en adelante. Porque estaban ahí, porque papá los tenía bien cuidados en su habitación. Recuerdo, entre tantos, Mañana en la batalla piensa en mí, de Javier Marías. Ese título siempre me movió la cabeza.

    En El Diario, papá conoció a mi madre. Tiempo después se casaron, nací yo, después mi hermano. Luego se divorciaron y mi mamá desapareció de a poco. Mi abuela ocupó su lugar.

    Papá, antes del divorcio, saltó a La Razón, periódico de más prestigio y donde se quedó por casi treinta años. Donde, dice, fue muy feliz. Donde se consolidó como corrector de estilo. Donde jugó mucho fútbol en el campeonato de la prensa. Donde me llevó desde que tenía 15 años ya no solo para que sea espectador, sino para que juegue con ellos, con periodistas, diagramadores, editores y directores. Ahí me empapé del medio.

    Años después opté por Comunicación Social como mi carrera universitaria. Fue la mejor elección de mi vida.

    A sus casi 60 papá fue notificado que ya no trabajaría en La Razón. El periódico, que había afrontado la crisis de la pandemia y del veloz avance tecnológico de los últimos años, había reducido dramáticamente su personal. Papá había sido uno de los sobrevivientes de la primera marejada, pero cayó en la siguiente. Meses más tarde La Razón dejaría de publicar el medio impreso para solo resguardarse en la versión digital, con una ínfima cantidad de trabajadores.

    Papá no tuvo mucho tiempo para procesar lo sucedido. Al poco tiempo recaí en mi enfermedad, fui operado y así pasaron algunos meses, en mi recuperación y mis controles. Luego llegó la enfermedad de mi abuela, su madre, y su fallecimiento.

    “Lo más triste es que la mamá no está ahora para cocinármelo”, nos dijo papá el año pasado, en su cumpleaños 62.

    Pero pasa el tiempo, que de alguna forma cura ciertas heridas. O por lo menos las mitiga. Ahora papá y mi hermano se han mudado de casa a una mejor, más bonita desde todos los ángulos. Yo persisto en El Alto, pero nos llamamos todo el tiempo. Y nos encontramos. Hoy, por ejemplo, nos vimos para almorzar en la feria 16 de julio, que es uno de los lugares favoritos de los tres. Nunca fuimos de parques u otro tipo de eventos masivos. Siempre fuimos un tanto tímidos, preferimos estar los tres y celebrar con mesura. Así que la 16 fue siempre un espacio para caminar, charlar, compartir alguna comida distinta y comprar algunas cosas más innecesarias que necesarias.

    Como a mi papá le gusta la carne de cerdo, compartimos un fricasé. Luego de terminar nuestros platos, Diego y yo lo felicitamos con una pequeña tortita preparada para la ocasión. Sopló una vela y le saqué una fotografía, donde se lo ve con la gorra de su querido The Strongest, equipo por el que mi papá hincha porque su padre también lo hacía. Es la herencia de la sangre.

    Caminamos un poco más y me despedí de ellos, que regresarían a la zona Sur, en lo profundo, donde siguen viviendo.

    De camino a casa recordé a mi papá cuando lo veía jugar fútbol, ya en la categoría seniors, y los goles de tiro libre que casi siempre marcaba. También lo recordé llegando en la madrugada a casa después de trabajar en el periódico, ya que esa es la dinámica de la corrección de estilo. Cuando estaba por abrir mi puerta lo imaginé como un niño, en esas pocas fotografías que quedan todavía en casa y que mi abuela guardaba con añoro, en el que se lo ve con su trompo y vestido de vaquero en un evento en el colegio. Pensé en él cuando recibió la noticia de que su padre había muerto, cuando se enteró que su vida cambiaría para siempre. Lo vislumbré en su juventud llegando en un tren a La Paz, donde planeaba quedarse unos años para regresar a Siete Suyos, pero de donde no se movió más. Donde tuvo amores, donde festejó campeonatos logrados, donde tuvo a sus hijos. Lo recordé una vez más ahora, como está, con sus 63 años recién cumplidos, con una jubilación decente y con el tiempo de sobra para descansar. Pensé en su sonrisa, en sus ojos, en su voz.

    Cerré los ojos por unos segundos y me senté en la computadora para escribir todas estas palabras, que quedan cortas para toda una vida que espero me acompañe muchos, muchísimos años más.

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