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    [Crónica] Ser un friki

    Por: Rodrigo Villegas

    ¿Qué es ser un friki? ¿Tú lo eres? ¿Lo soy yo? ¿Lo somos acaso todos?

    Cientos de personas se reunieron el domingo 26 de mayo, en la tarde, en la plaza San Francisco, no para responderse esas preguntas, sino para consolidar su pasión por sus gustos más profundos, por sus pasiones. Un día antes, por los mismos lugares, miles de hombres y mujeres caminaron y bebieron hasta que se les quebró la garganta en la entrada del Gran Poder, que luego dio pie a una borrachera descomunal. Estos amigos y amigas frikis tuvieron su fiesta este domingo. Y la gozaron, la ultra gozaron.

    Porque bajaron en marcha hasta el atrio del Monoblock, que fue el último punto de destino. Una marcha que más parecía una procesión: muchachos disfrazados de Gokú, de Tanjiro, de Mikasa, de personajes de El señor de los anillos, de Juego de tronos y de tantos y diversos personajes de películas de Marvel, de la DC o de, más que cualquier cosa, animé.

    Porque el amor es así. Es, como dice el personaje que interpreta Guillermo Francella en El secreto de sus ojos, esa hermosa peli argentina de Campanella: “Una persona puede cambiar todo, hasta de familia, pero jamás de pasión”.

    Claro, en la peli se habla de fútbol, pero tranquilamente se puede adoptar a este encuentro, en el que la gente, un montón de personas que sonríen de oreja a oreja, pueden jugar a ser lo que siempre quisieron: los personajes que tanto aman.

    Una vez al año

    Violeta, que está vestida de un personaje de Sakura, un animé reconocidísimo, me cuenta que invirtió unos 300 bolivianos en el outfit, que involucran una peluca rosada, medias blancas largas, además del vestido y el maquillaje. Claro, algunos detalles no se los podía comprar en la tienda, así que los hizo a mano, con ayuda de amigas: broches, stickers y otras cositas pequeñas que le dan el tono a su transformación.

    Cuando le pregunto por qué hacer todo eso, por qué invertir ese dinero en dos o tres horas de desfile, de encuentro con sus amigos y amigas, me responde que es porque ama el animé, que le ha ayudado a sobreponerse a un montón de avatares de la vida. Que, también, ha encontrado un lindo grupo en esos chicos. Incluso un novio, que es el chico que tiene al lado y que me cuenta que está vestido como Eren, de Ataque a los titanes.

    Cuando termina de responder, justo empieza un round de lucha callejera improvisada en pleno atrio de la U: son unas diez personas tuneadas de luchadores de la WWE, que gritan, que se golpean y que se tiran al piso como si estuvieran en un ring de verdad. Pienso en el dolor de espalda que deben tener ahora o tendrán después, cuando lleguen a sus casas.

    En el trámite, un grupo de muchachos y muchachas vestidos de personajes de Mario Bros se colocan en un semicírculo y bailan. Curiosamente, entre ellos aparece sumergida una extraña: una mujer vestida de Chun-Li, de Street Fighter.

    Un amigo que prefiere no darme su nombre porque está interpretando a Mokujin, de Tekken, me explica que este, el de la Marcha Friki, es su día favorito del año, que solo se da una vez en la gestión. Que hizo el traje solo, sin ayuda de nadie, en semanas. Que usó cartones para simular la madera, pero también utilizó telas y cartulinas, entre otras cosas, para dar forma al luchador de roble (literal) al que interpreta esta noche.

    Devoción 

    Hay algo muy lindo en este encuentro, una familiaridad extraña, pero especial. Los chicos y chicas se saludan y se abrazan como si se conocieran hace muchos años, aunque algunos se ven ahí por primera vez en la vida. Mientras pienso en eso un amigo vestido de Flash pasa delante de mí con la lentitud de cualquier ser humano. Y es que acá no tienes que tomar la fuerza ni velocidad de quien interpretas, solo sentirte feliz por usar sus colores, sus insignias.

    A la última persona que deseo hablarle –porque la mayor parte de las personas prefiere no responder preguntas de un medio, de nadie, tanto por cierta timidez como por no romper el personaje que interpretan– es a uno de los muchachos que bailaba de Mario Bross: a un Luigi sin cabeza.

    Y eso porque se ha sacado la cabeza del hermano de Mario por el terrible calor que le provocó al terminar de bailar la famosa canción Peaches, de la peli. Le pregunto por qué hacer todo eso. Qué beneficio le trae.

    El amigo me mira como si él no me entendiera a mí.

    Porque me gusta mucho, me responde, con la cara sudada, agitado todavía por su respiración alterada después de bailar una media hora sin descanso.

    Le agradezco por su respuesta y lo dejo llegar hasta el escenario instalado en el atrio, uno donde tres muchachas vestidas de personajes que no llego a ubicar (asumo que son animés nuevos) cantan temas en japonés. Y bailan. Eso sí, cuando suben tres chicos a hacer playback de las intros de Digimon, Pokemon y Naruto, entre otros, me reconozco en ellos, en su amor por algo que les ha movido el cerebro en algún momento de su vida, de algo que los acompaña hasta el día de hoy.

    A pesar de que no estoy vestido de nada, me reconozco, también, como un friki.

    Cuando terminan, aplaudidos por la multitud, suben cuatro muchachos vestidos como los integrantes de Kiss y antes de comenzar a interpretar algunas bandas reconocidas de la banda, alguien suelta unos petardos y fuegos artificiales. Horas más tarde, el lunes, volverán a sus vidas normales, serán los de siempre. Pero ahora, por un rato más, son lo que siempre quisieron ser. Y son felices, muy felices.

    El atrio era una fiesta.

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