Por: Rodrigo Villegas
Aún lo recuerdo, me dice Óscar, la primera vez que vine a la feria. Papá me había insistido con salir temprano de casa, en domingo, para visitar un lugar enorme, lleno de carpas, de puestos de venta. Me dijo que comeríamos rico y que me compraría ropa. Yo tenía unos diez años y hasta ahora me acuerdo de esa mañana en la que me sentía cansado, adormilado, pero elegí no desairar a papá y le dije: Ya, papi, vamos.
Óscar, que es un gran amigo lector y que para mantenerse -que es un decir: aún vive en la casa de sus padres y lo poco que gana lo gasta en libros y películas, además de ciertas dosis de alcohol en fin de semana- trabaja de diseñador gráfico por las tardes, me cuenta esa nostálgica historia en el minibús que nos lleva hasta El Alto, hasta esa feria de la que tanto me habla y con la que también comparto recuerdos maravillosos.
En el trayecto, mientras oímos una canción de Chayane en el minibús, desde la radio del chofer, que es un hombre joven pero vestido con pantalón, camisa y chaleco, veo por la ventana los pocos muros de la Autopista, aquella extensión de camino que une La Paz con El Alto. Después todo es bosque, árboles enormes con campos pelados que me recuerdan a una escena de la película El gran movimiento, de Kiro Russo, donde un anciano errante se interna y habita la selva. Ahora, al margen de aquel escenario, hay, como decía, algunas paredes pintadas. En una se veía un mural de la Guerra del Chaco, de soldados bolivianos que luchan a muerte con los paraguayos. A la vez, me fijo en los letreros, todos de Luis Arce, el presidente de este país. Antes, hace no muchos años, eran los de Evo. A Áñez no le alcanzó el tiempo de pintar su cara en uno de esos carteles.
“Recuerdo que salimos de casa, nos subimos a un minibús que nos llevó hasta la Pérez y luego a otro como este, que nos mueve hasta la 16”, prosigue mi amigo, que se nota no le importa mi turbación.
¿Y qué sentiste cuando llegaste?, le pregunto.
Fue loco. Es decir, había que subir las cien gradas de la pasarela. Me cansé un montón en solo llegar hasta ahí arriba. Pero luego, cuando pude respirar otra vez, me di de frente con la infinitud. Porque sí, la feria no se termina nunca.

Óscar tiene razón. Cuántas personas ya habrán pasado por este camino de tierra -se me pasa contar que ya llegamos a la feria, que ya subimos esas “cien gradas”-, de cemento maltratado, de rieles que ya no están ahí. Miles, millones, puede ser. Gente de la ciudad, por supuesto, pero también de La Paz, de otros departamentos, de otros países… Pero no solo eso, sino cuánta gente ha escrito de la feria: reportajes, crónicas, tesis… Hay para escoger.
¿Has leído Crónica aviar de mi tocayo Óscar Martínez?, me pregunta mi buen amigo, ya de camino por la “subida”, la de la ropa usada, la de los pollos y chanchos al horno a Bs 10 y Bs 15.
Sí, hace años.
Es bien rica. Es decir, no me sorprendió, la verdad, lo del pingüino que se encuentra. Yo igual me he chocado con cosas alucinantes.
¿Como qué?, le pregunto.
¡Libros y películas!, se emociona.
Y sí, si aquí hay algo son películas re baratas, pero no solo eso, sino que se encuentran joyas del séptimo arte, pelis que solo ubicarías en el Mosquito lector de la 20 de octubre.
De acá me llevé mis primeros Herzog, Tarkovski, Kurosawa, me relata orgulloso Óscar, que camina ufano por la feria, como si sintiera mejor que en su misma casa.
Sí, yo también me compré buenas pelis de acá. Uno de esos domingos una pareja de jóvenes había botado en el piso, como si fueran fierros, decenas de cajitas de DVD. Me acerqué y me dijeron que cada una salía a dos pesitos y que si me llevaba cinco me regalaban una. Creo que me fui con quince pelis a casa o poco menos.
¡Y por qué no me avisaste!, me increpa, risueño, Óscar.
Boludo, por ese entonces no te conocía, le digo. Eso fue hace años.
Caminamos unos minutos más hasta que llegamos a uno de los lugares preferidos en el mundo de Óscar. Uno de los anaqueles de libros usados.
Aquí, así como con las pelis, encontré joyas. Novelas de Philip Roth, de Sándor Márai… Es cuestión de suerte, a veces te chocas con libros bien hermosos a precios de locura.
Nos ponemos a revisar y no encuentro algo que de verdad me apetezca. Los más atractivos ya los tengo, ya los compré hace tiempo en esta misma feria y algunos a mejor precio, incluso.
Óscar se va con El presidente colgado, de Augusto Céspedes, que tiene una de las puntas rotas, como si un niño lo hubiera cortado, pero no le importa. Es más, por aquel detalle mi amigo pudo negociar con el vendedor, un hombre de cabello cano y lentes, de perfil cuadrado, silencioso pero amigable, y se hizo rebajar unas cuantas monedas.
Mientras se emociona con su flamante adquisición, recuerdo un poco de lo investigado para esta crónica: que la feria nació tres veces: en 1985, cuando se consolidó y es la que vemos ahora; en 1950, cuando fungía más que todo como lugar de intercambio agrícola; y en 1912, cuando la Empresa Nacional de Ferrocarriles (ENFE) se asentó en este territorio. Que la feria ocupa unas 33 hectáreas y que unos 500 mil comerciantes se apropian de este espacio los jueves y domingo.
Bueno, ¿comemos algo?, me pregunta Óscar, feliz con su libro de Céspedes bajo el brazo.
Claro, le respondo, y en nuestra búsqueda damos con una tienda de sopitas, esos manjares al paso que uno se encuentra, gracias al cielo, en cada rincón del departamento. La casera, que se ve muy alegre, nos pasa los platos con fideo con maní y silpancho encima. Y con llajua, harta llajua.
Mientras comemos le pido a Óscar que me cuente un poco más de aquella primera vez que vino a la feria con su papá.
“Fue genial. Caminamos por el mismo lugar por el que vinimos nosotros, él también es lector, te conté, y se compró un libro al que por aquel entonces no le di bola. Solo me sentía feliz porque, a cada paso, papá me ofrecía ensalada de frutas, chantilly, jugos… de todo lo que veíamos mientras emprendíamos nuestro recorrido. Luego llegamos hasta unas avenidas enormes, larguísimas, donde solo había ropa. Papá me compró un deportivo del Liverpool, que es mi equipo de toda la vida, caminamos un poco más y nos fuimos a nuestra casa. Fue hermoso, una de las mejores mañanas de mi vida”, termina.
Acabamos nuestras sopitas y pienso también en mi primera vez acá, en la 16: vine con mi hermano y mi papá. Al igual que Óscar, iba por los 11 o 12 años. Ahora tengo casi 30, pero nunca dejé de venir desde aquella vez. La cantidad de pelis que tengo de la feria, de libros, de ropa, de comida consumida… de risas y charlas con papá, de las discusiones que tuvimos delante de las caseras de comida peruana, de electrodomésticos, de autos… La felicidad.
Cuando estamos por irnos -fue una visita exprés para escribir esta crónica-, Óscar me señala unos videos colgados en uno de los cientos de puestos de venta, de paredes de plástico azul o naranja. Son eventos de la WWE, de las decenas que también me he comprado de la 16. Y recuerdo algo, pero Óscar, como si leyera mi mente, me lo dice:
¡Bro, el finde es Wrestlemania!
Cierto, le digo, feliz de saberlo, de anotarlo en mi agenda.
Podemos reunirnos para verlo, me dice.
Sería genial, le respondo. Pero eso no pasará, Óscar deberá viajar con su familia y verá el evento desde otra ciudad. Yo lo hago ahora, mientras escribo esta crónica, desde la pantalla de mi computadora. Bendito internet…
Caminamos hasta la Ceja, en el trámite me compro el DVD de Anatomía de una caída, que me sale a dos pesitos, nos subimos a un minibús y pienso en las decenas de veces que se seguirá escribiendo de la feria, de las emociones que provoca. Porque, así como es de inabarcable, los relatos serán siempre infinitos.

La siguiente que vengamos debemos tomar esos fernets que vimos donde la ropa, me dice, ya en el minibús.
¡Cierto! Qué buena idea de los cuates que se les ocurrió vender alcohol al paso.
Conversamos de algunas cosas más y llegamos hasta la Pérez, donde nos despedimos y quedamos en salir, con unos amigos y amigas más, a beber uno de esos días.
Listo, hermano. Gracias por todo, le digo.
Y Óscar se va con su libro. Yo camino hacia el Puma con mi peli y con la pesadez de pensar en la hora de viaje que me queda para llegar hasta mi casa.