Imagen: Generada con IA
Por: Carlos Decker-Molina
La ideología contemporánea no se presenta como ideología. Se disfraza de pragmatismo, de cansancio social, de eficacia. Afirma hablar en nombre de “la gente”, de la paz o del orden, mientras reorganiza el poder sin nombrarlo. Su rasgo central ya no es la coherencia doctrinaria, sino la negación de sí misma.
Durante buena parte del siglo XX, la ideología se expresaba en sistemas reconocibles: liberalismo, socialdemocracia, democracia cristiana, socialismo, nacionalismo. Eran proyectos discutibles, a veces dogmáticos, pero explícitos. Hoy, en cambio, la ideología se ha vuelto atmosférica: define qué se puede decir, qué resulta razonable, qué debe ser descartado como extremo. No ordena el mundo; lo naturaliza.
Trump y el vaciamiento de la política
Donald Trump encarna con claridad esta mutación. No ofreció un programa ideológico clásico; ofreció un régimen emocional de verdad. Make America Great Again no describe una política, sino que convoca una nostalgia sin fecha y una grandeza sin contenido. No importa si la afirmación es falsa; importa si confirma una identidad agraviada.
Trump no destruye la democracia liberal mediante un quiebre frontal; la vacía desde dentro. Mantiene elecciones, mercado y retórica democrática, pero erosiona los límites: la ley se vuelve obstáculo, la prensa enemiga, el conocimiento sospechoso. No instaura un nuevo orden: normaliza la arbitrariedad.
La paz sin justicia como ideología
El mismo mecanismo opera en el discurso de la “paz” en la guerra de Ucrania cuando se formula sin condiciones, sin garantías y sin la voz del país agredido. Se presenta como realismo geopolítico, pero es en realidad una ideología del cansancio moral. Aceptar cambios de fronteras por la fuerza en nombre de la estabilidad no es neutralidad: es legitimar el hecho consumado.
Cuando Trump o sectores de la derecha europea sugieren que Ucrania debe “ceder” para evitar una escalada, redefinen el derecho internacional como un estorbo. Putin, por su parte, ofrece una ideología explícita —imperio, humillación, destino— cuya eficacia en Occidente no reside tanto en su coherencia como en su eco: sociedades agotadas, dispuestas a confundir orden con silencio.
Europa: tecnocracia, vacío y miedo
En Europa, la ideología dominante habla en tono administrativo. No promete futuro; promete gestión. Esta post-ideología tecnocrática ha vaciado el centro político y dejado el relato en manos de fuerzas que sí movilizan emociones: identidad, amenaza, seguridad.
Francia ofrece el ejemplo de un socialismo prácticamente evaporado. Italia perdió a la Democracia Cristiana y con ella el eje estructurador de su posguerra. En ese vacío emergió el Movimiento 5 Estrellas: antipolítica, negación ideológica, indignación convertida en identidad. Su ascenso fue emocional; su fracaso, político.
España muestra otro rostro del problema: la fragmentación. El bipartidismo de la transición fue erosionado por fuerzas que nacieron como impugnación moral del sistema. El resultado no ha sido una renovación programática profunda, sino inestabilidad crónica, pactos tácticos y una política dominada por la coyuntura y la guerra cultural. La ideología no desaparece: se moraliza.
Alemania, durante años considerada inmune, también exhibe el desgaste del centro. La socialdemocracia perdió durante largo tiempo un proyecto reconocible; la democracia cristiana entró en crisis tras la era Merkel. Ese vacío abrió espacio a la ultraderecha de AfD, que no ofrece mejores respuestas, pero sí certezas identitarias. Cuando el centro deja de hablar, los extremos definen el lenguaje.
Medios, fragmentos y propaganda
En la era digital, la ideología no necesita censura. Le basta la fragmentación. El análisis es reemplazado por clips; la verdad, por viralidad. La propaganda ya no se impone: se comparte. La mentira no se demuestra; se repite. La falsa equivalencia —una verdad documentada frente a una falsedad eficaz— erosiona la autoridad del periodismo sin necesidad de prohibirlo.
Aquí la ideología no busca convencer, sino agotar. Cuando todo parece opinable, nada es verificable.
América Latina: la ultraideologización
Si Europa ofrece el ejemplo del vaciamiento, América Latina muestra el extremo opuesto: la ultraideologización explícita. En buena parte del continente, la política se expresa como relato total, moral y excluyente.
Las izquierdas autoritarias de Venezuela, Nicaragua o Cuba gobiernan mediante regímenes de verdad cerrados. No hay errores, solo conspiraciones; no hay corrupción, solo campañas mediáticas; no hay fracaso económico, solo bloqueo. El disenso se convierte en traición. La ideología deja de interpretar la realidad: la sustituye.
Lo inquietante es el parecido estructural con la derecha autoritaria global. Cambian las palabras, no los métodos: demonización del adversario, ataque a la prensa, subordinación de la ley a la causa, desprecio por el pluralismo. Donde unos hablan de nación, otros hablan de pueblo. El resultado es el mismo: clausura del disenso.
Bukele: el autoritarismo presentable
Nayib Bukele condensa el autoritarismo del siglo XXI. No gobierna contra la democracia, sino desde ella para vaciarla. Elecciones, redes sociales, marketing, resultados visibles. La seguridad como argumento absoluto.
La excepción se vuelve norma; la popularidad sustituye a la legalidad; el aplauso reemplaza al control institucional. Bukele no necesita ideología doctrinaria: gobierna mediante un estilo de poder, donde la emergencia se convierte en identidad permanente. El peligro no es solo El Salvador, sino la exportabilidad del modelo: autoritarismo compatible con urnas, mercados y emojis.
Chile: el colapso del sistema ejemplar
Chile ilustra el costo de la desaparición de los partidos. Durante décadas fue presentado como modelo de estabilidad institucional, con fuerzas políticas fuertes y una coalición —la Concertación— que, con todos sus límites, ofrecía continuidad y previsibilidad. Ese sistema colapsó en pocos años.
El estallido social de 2019 expresó desigualdad, pero también ruptura del pacto político. Los partidos quedaron deslegitimados; el proceso constituyente profundizó la fragmentación. Hoy Chile vive una paradoja: Votó por el pinochetismo con traje y corbata.
El patrón común
Italia, España, Alemania, Chile y buena parte de América Latina revelan el mismo patrón: cuando los partidos desaparecen o se vacían, la política pierde memoria y gana improvisación. El programa es reemplazado por el eslogan; la militancia, por el seguidor oportunista; el debate, por la encuesta y el Tik Tok; la ideología, por la emoción.
La democracia se vuelve episódica, dependiente del humor social y del liderazgo carismático. No se gobierna con proyectos, sino con reacciones.
Advertencia final
Europa y América Latina enfrentan hoy un riesgo común. No es el exceso de ideología, sino su disolución programática o su transformación en fe. En ambos casos, el resultado es el mismo: poder sin responsabilidad, política sin horizonte, democracia sin conflicto organizado.
Las democracias no mueren solo por golpes de Estado o dictadores clásicos. Mueren también por cansancio, vacío y renuncia intelectual. Cuando la política deja de pensar el largo plazo, otros piensan por ella: el miedo, el mercado o el caudillo.
Reconocer la ideología —cuando se disfraza de neutralidad o cuando se impone como dogma— no es un ejercicio académico. Es una tarea cívica urgente. Porque cuando la política exige fe en lugar de debate, la democracia deja de ser un derecho y se convierte en una herejía.


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