Foto: White House
Por: Carlos Decker-Molina
Un análisis geopolítico
La respuesta breve es no. Las iniciativas promovidas por Donald Trump no constituyen un proceso de negociación sino una escenificación política diseñada para proyectar liderazgo y obtener rédito interno. Ninguna mediación es viable sin la presencia del país agredido —Ucrania— ni sin actores con credibilidad diplomática. Ambos elementos están ausentes.
El factor Rubio
Marco Rubio, hoy secretario de Estado, ha sido miembro de alto rango en la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado y posee una trayectoria crítica frente a Putin. Es el único integrante del grupo con experiencia política sustantiva y con conocimiento del ecosistema estratégico ruso. Su presencia introduce un cierto contrapeso técnico, pero no determina la agenda, que está definida por Trump.
El factor Witkoff
La inclusión de Steve Witkoff —empresario inmobiliario y operador del mundo cripto— revela la desinstitucionalización del proceso. Su desconocimiento de la historia y geografía del conflicto, sumado a su disposición a utilizar el traductor y la narrativa proporcionados por el Kremlin, lo convierte en un vector de influencia rusa, no en un interlocutor independiente. Su descripción de Putin como “súper inteligente” y su rol como portador de regalos simbólicos refuerzan esa asimetría.
La visión de Trump
Trump concibe la política exterior como una transacción simbólica, no como una estructura de intereses nacionales, alianzas y compromisos multilaterales. Para él, un acuerdo es válido si permite proclamar una victoria narrativa. De ahí su obsesión por la palabra “PAZ” como suficiente en sí misma, incluso si implica ignorar la correlación de fuerzas, la legalidad internacional o las consecuencias estratégicas para Europa y la OTAN.
El plan de Putin
El Kremlin presentó un borrador de 28 puntos que equivalía a una rendición de Ucrania, acompañado de garantías que consolidarían territorios ocupados y debilitarían a la OTAN. Ante la reacción negativa de la UE, de la alianza atlántica y del propio Rubio, surgió un borrador alternativo más favorable a Kiev. Putin lo rechazó sin examinarlo: su objetivo no es negociar, sino mantener la iniciativa militar y la narrativa de que Rusia ofrece paz y Occidente la bloquea.
El juego estratégico
Putin intenta proyectar la imagen de un líder razonable dispuesto al diálogo, sabiendo que cualquier negociación sin Ucrania equivaldría a legitimar la violencia territorial. A su vez, busca crear fisuras entre Washington y Bruselas. Trump, con su falta de comprensión del conflicto y su inclinación a responsabilizar a Ucrania por su propia tragedia, es funcional a este propósito.
Conclusión
Lo que se presenta como “proceso de paz” es, en realidad, una operación política paralela a la guerra, útil para el Kremlin y para la campaña interna de Trump, pero irrelevante para la resolución del conflicto. Nada indica que la dinámica estratégica vaya a cambiar a corto plazo.
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Mi libro LA GUERRA IMPENSABLE
Algunos de mis lectores me preguntan qué pretendo con mi libro LA GUERRA IMPENSABLE, si la guerra parece continuar o mal terminar.
Les ofrezco el último capítulo.
13 – El día después aún no llega
Con Putin en Moscú, Trump en Washington, Xi en Pekín y Netanyahu en Jerusalén, la geopolítica mundial atraviesa una etapa de incertidumbre estructural. La guerra en Ucrania, más allá de su dimensión militar, constituye un laboratorio donde se ensayan no solo estrategias bélicas, sino nuevas configuraciones del poder global. El orden internacional nacido en 1945 muestra signos de fatiga, y las instituciones multilaterales, debilitadas por décadas de instrumentalización y falta de reforma, ya no ofrecen garantías de estabilidad.
Frente a ello, Europa se debate entre el pragmatismo y la memoria. La neutralidad ha demostrado ser insuficiente, e incluso peligrosa, en un contexto de revisionismo autoritario. Ucrania, en ese sentido, ha dejado de ser una periferia para convertirse en el epicentro donde se confrontan dos modelos civilizatorios: uno basado en la democracia constitucional, el Estado de derecho y la integración plural; el otro en la soberanía absoluta, el verticalismo y la nostalgia imperial.
Las salidas posibles son todas imperfectas. La congelación del conflicto —a la manera coreana— parece el horizonte más probable, pero no el más justo. La plena incorporación de Ucrania a la Unión Europea sin acceso a la OTAN dejaría una herida abierta y una amenaza latente. La cesión de territorios como condición para una paz relativa expone, además, la tensión entre la integridad territorial y la supervivencia política. Lo que está en juego no es únicamente el destino de un Estado agredido, sino el sentido mismo de los principios que rigen el derecho internacional contemporáneo.
La reconstrucción de Ucrania exigirá algo más que recursos financieros. Requerirá instituciones sólidas, ciudadanía activa, justicia transicional y una visión estratégica compartida por Occidente. Sobre todo, exigirá una voluntad política que entienda que la seguridad no se garantiza solo con armamento, sino con legitimidad democrática, cohesión social y compromiso ético.
Hoy por hoy, la guerra continúa. Y aunque el desenlace siga abierto, una certeza se impone: si el autoritarismo disfrazado de modernidad retorna por los votos o por las balas, no estaremos simplemente ante una regresión política, sino ante una recaída moral de dimensiones históricas.
Porque si Europa no aprende de su pasado, no tendrá derecho a su futuro.




