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    [Crónica] Las almas

    Por: Rodrigo Villegas

    Hay que recibir a las almas. Hay que despedir a las almas. Vienen un día, llegan con todo, con sus atuendos, con sus sonrisas, con su nostalgia. Luego, cansados de comer lo que se les ha dejado en la mesa, donde sus fotografías enormes brillan y relucen en un trono, se retiran, regresan a su lugar, donde sea que fuere. Al cielo, tal vez. O a un vacío. O a otra parte. Ese lo sabremos cuando nos toque estar con ellos, a su lado. Cuando la muerte, esa vieja amiga que siempre estará cerca de nosotros, dé por fin su paso definitivo y nos lleve a su costado.

    Cuando nosotros también seamos eso, unas almas.

    Mi abuela no creía en ellas. Decía, convencida por el llamado bíblico, que las almas no regresan, que una vez que mueres te vas al cielo o al infierno y listo, no hay más. Que no se regresa a los lugares donde fuiste feliz. O infeliz. Así que nunca armó mesas para sus padres, sus hermanas, su esposo o sus hijas. Tampoco nos dejó hacerlo a nosotros, sus nietos e hijos en la Tierra. Fue muy férrea en eso.

    Eso sí, le encantaba hacer pan, masitas. Era muy buena en eso. Recuerdo sus rosquetes rosados, dulzones, así como sus rollos con mucho queso. También, por supuesto, los panes que preparaba y que nos alcanzaba para una semana o más, que de tan duros teníamos que sopar en el té.

    “Cuando muera, ni se les ocurra armar mesa para mí, que me voy a enojar mucho”, nos decía siempre. Era uno de sus últimos pedidos. “Las almas no vuelven”, sentenciaba.

    Sin embargo, me gusta pensar en la idea del retorno de las almas, de sus cuerpos transparentes, de sus voces silenciadas que, asumo, solo escuchan ellas, más aún cuando nos dicen que nos quieren, cuando ven lo mucho o poco que hemos crecido, cuánto hemos engordado o enflaquecido, si tenemos la mirada más alegre o si por el contrario pareciera cerrarse por una tristeza persistente. Me gusta pensar en las almas ahí, observando a los nuevos miembros de la familia, muchos de ellos que ahora tendrán sus nombres.

    Luego viene el silencio, su regreso. Su despedida. Pero no se van jamás de nosotros. De nuestros corazones, de nuestra memoria.

    ¿Qué estaría pensando mi abuela con este nuevo gobierno?, me pregunto a veces. ¿Habría votado por Paz o por Tuto? ¿Estaría feliz con el “fin” del MAS? ¿Le agradaría saber que Bolivia retoma relaciones internacionales con Estados Unidos?

    Porque a ella le gustaba mucho la política, siempre tenía una opinión al respecto. Como tenía la vista deteriorada por más de ochenta años de uso, elegía escuchar informativos que se emitían en la radio, la voz de los periodistas que salían desde una cajita negra que mi papá le había regalado. De tanto en tanto movía la antena del aparato para agarrar una mejor frecuencia y se informaba de lo que pasaba en el país. Luego, cuando desayunábamos o almorzábamos, debatíamos.

    Hay amores que no se olvidan.

    Le pregunto a papá si pondremos mesa para ella. Me dice que quisiera, que siempre lo ha querido, pero el deseo de mi abuela era que no lo hagamos. “Hay que respetar su decisión”, me dice. “Hacerlo sería egoísta de nuestra parte”.

    No sé si tiene razón o no, pero lo entiendo. Era su madre, él la conocía mejor que yo. Sin embargo, yo le hablo. Le digo que nunca dejaré de pensar en ella, que siempre estará a mi lado pase lo que pase. Y que eso superará Todos Santos y cualquier otra fecha o día en particular. Que su memoria quedará en nosotros como un mantra de lo que tenemos y no debemos hacer. Que ella también era humana, tuvo sus errores, pero que en sus fallas nos enseñaba a ser mejores. O al menos lo intentaba.

    Pienso en ella y le agradezco por su paso en la Tierra, por haberla conocido. Por tener el privilegio de compartir su sangre.

    Salgo a la calle para recibir el calor del sol como si fuera su abrazo. Su alma, que ha bajado para visitarme aunque sea por un momento. Sí, me gusta pensar en eso.

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