Por: Rodrigo Villegas
La nostalgia. Recorría la feria 16 de julio un jueves cualquiera y pensaba en eso, en la nostalgia. En su capacidad para transformar los recuerdos en ciertas escenas luminosas de nuestras vidas y que ahora le pertenecen al pasado, a aquello que no volverá pero que estará presente, a su modo, con nosotros. Que nos acompañará eternamente.
Sí, pensaba en la nostalgia porque había llegado hasta un puesto que había sido recomendado por TikTok, uno de salteñas. Se llamaba Alf. Lo identifiqué por el cartel del extraterrestre peludo y café que se encontraba pintado en un cartel colgado encima de una vagoneta mostaza. Me acerqué, pagué los Bs 8 por la salteña y la probé. Estaba rica, pero no tanto como TikTok me había dicho.
Y es que, claro, los sabores, aromas y alegrías se incrementan cuando la nostalgia va de por medio.
El video del que había sacado la recomendación había sido el de un muchacho que había probado decenas de salteñas de La Paz y El Alto, las que sus seguidores le recomendaban y de donde había decidido encontrar “la mejor salteña” de todas. Después de meses de recorridos, el final fue sencillo: se inclinó por estas salteñas, las Alf, porque, y eso lo contaba en un video, cada vez que subía a la feria con su abuelo las comían juntos. Ahora su abuelo ya no estaba con él, lo que hacía que la nostalgia de un pasado más feliz hiciera de esas salteñas las mejores, para él, del mundo.
Un asunto tan sencillo como el gusto por una salteña en particular podría darnos pistas acerca de lo que sentimos a diario, de las personas que recordamos, de los momentos que guardamos en lo profundo del corazón y que alimentamos justo con eso, con comida.
Mis salteñas preferidas son las del estadio, por ejemplo, unas que son muy antiguas y que tienen un toldo naranja como identificador. Me gusta su masita distinta a la de las demás y su presa de pollo, que suele ser muy generosa. Conozco a amigos y amigas a las que esas salteñas no les gusta, pero yo soy fan más que todo porque hace ya más de 15 años, cuando comenzaba a jugar fútbol en los campeonatos de mi papá, al término de algún encuentro de sábado por la mañana en alguna cancha de Miraflores él me llevaba (a veces con mi hermano más, cuando se animaba a acompañarnos) a comer esas salteñas una vez terminábamos de competir. Las llevábamos hasta el estadio, donde nos sentábamos cerca del monolito y la comíamos rodeados de palomas que se acercaban a intentar extraer algo de lo que se nos caía o que les invitábamos.
Ahora, cada vez que me compro una de ellas, recuerdo ese tiempo con papá, cuando todavía jugaba. Ahora está jubilado y dejó la pelota atrás hace ya unos diez años.
Por ahí va esto de la nostalgia, como un aire más ligero que ingresa a nuestros pulmones cuando hacemos algo que ya está muy dentro de nosotros, de nuestra memoria emotiva.
Hace unas semanas Bolivia competía en el Mundial de los Desayunos, donde llegó hasta las semifinales con las salteñas como bandera. A pesar de la derrota, días después llegó la victoria de la Selección contra Brasil y la clasificación al repechaje del Mundial de Fútbol. Vi a muchos padres e hijos abrazarse como seguramente no lo hacen todo el tiempo. Los que tuvieron la fortuna de presenciar la clasificación de Bolivia al Mundial del 94 rememoraban aquella sensación de compartir la felicidad con la primera persona que vieras. Algo así fue aquel martes, donde, una vez consolidada la victoria, cientos de hinchas vestidos de verde recorrieron el Prado paceño, con una alegría inmensa en el corazón.
Pasarán los años y la nostalgia nos recordará esa noche, y nos hará sonreír brevemente al cielo, esperando que algo así se repita una vez más.
Mientras tanto seguiremos recorriendo la feria u otros lugares que nos traigan bonitos recuerdos, comiendo las salteñas que, además de ser deliciosas, nos llevan al pasado y nos recuerdan que a veces la felicidad está tan solo a un mordisco de distancia.