Por: Carlos Decker-Molina
Este cuento lo encontré en uno de mis archivos, está escrito en 2001. Lo tenía perdido. Lo encontré gracias a una limpieza de mis viejos textos. Hay que leerlo con el fondo de un bolero. Puede ser con alguno de los que me inspiraron un otoño frío en Estocolmo, aún trabajaba en Radio Suecia. Es mi homenaje al bolero, me atrevo a decir, que es único sobre todo por su poesía.
Cuando ya no estés conmigo
(Inspirado en: “Bésame mucho”, “Sabor a mí”, “Piensa en mí” y “Historia de un amor”)
Soy el hijo.
El que nació entre pentagramas, voces y guitarras.
Acunado por una madre que me arrullaba cantando boleros como nanas:
“El mar y el cielo se ven igual de azules… y en la distancia parece que se unen”.
Otras veces, llorando, murmuraba:
“Soy tuya porque lo dicta un papel… pero en mi corazón, que es el que siente amor, tan solo mando yo”.
Mi vida se fue formando en clave de bolero: a veces en dos por cuatro, otras en cuatro por cuatro, siempre con un tempo lento, casi solemne, sostenido por los acordes graves de la guitarra de mi padre.
Soy hijo de dos locos de amor. De ese amor que duele porque cada noche se canta a otro.
Soy un bolero que mi madre interpretaba con el acompañamiento del trío de mi padre.
Hoy, ninguno de los dos está con vida.
Ella me pidió, antes de irse, que limpiara estos tres cuartos donde transcurrió su esplendor, rodeados de Agustín Lara, Los Panchos, Lucho Gatica, Raúl Shaw Moreno, Consuelo Velázquez… y tantos más.
Mis padres no hablaban mucho del pasado. Herméticos, apenas dejaban escapar alguna anécdota. Supongo que se conocieron en los salones de algún hotel, él con su requinto, ella con su voz.
Esa misma voz que una vez entonó:
“Mejor es que recuerdes que el cielo es siempre cielo. Que nunca, nunca, nunca el mar lo alcanzará”.
Entre los objetos que pensaba desechar, hallé un viejo cancionero. Al abrirlo, cayeron varias cartas escritas con letra firme, juvenil. Tal vez la historia de ellos. Tal vez de otro amor.
La primera decía:
Amor mío:
No sé si leerás esto. Tal vez ya no estás. Tal vez nunca estuviste del todo. Te soñé anoche. Estabas en un lugar sin tiempo, escuchando la misma canción una y otra vez.
Yo entraba. No decía nada. Solo te miraba. Y tú, sin volverte, decías:
“Pensé que no volverías”.
No volví. Pero te pensé. Te pensé en cada estación donde no bajé. En cada noche sin cama. En cada beso que no sentí.
Perdóname por no quedarme. Perdóname por no saber amar sin desaparecer.
Aún guardo sabor a ti.
Aún canto tu nombre sin nombrarte.
Si algún día me perdonas, pon ese disco otra vez.
Y bésame… aunque sea en silencio.
“Tuya, aunque nunca lo fui”.
Leí la carta una y otra vez hasta que los ojos se me nublaron.
Mis padres fueron los últimos románticos de un mundo que ya no canta boleros, que ya no ama con la furia ni la locura de antes.
No sé si los amores de ayer eran más auténticos, o simplemente más trágicos. Más llenos de culpa que los de hoy, que se disuelven en una cena o una conversación en la barra del bar.
La segunda carta —o historia, porque no sé cómo llamarla— decía:
La conocí una noche de verano, en un bar donde la tristeza se disfrazaba de música.
Vestía de rojo. Labios rojos, entreabiertos, como si esperaran los míos. Su mirada pedía algo más que compañía.
No preguntes su nombre. ¿Para qué?
Los nombres se olvidan, como las promesas de madrugada.
Cantaba. Tenía la voz de quien ha amado mal, y con todas sus fuerzas. Cada nota era una herida. Y cuando entonó:
“Si tienes un hondo pesar, piensa en mí.
Si tienes ganas de llorar, piensa en mí…”
Me quedé.
Yo, que siempre huía, esa noche me quedé.
No dormimos. Nos besamos con miedo.
Me cantó al oído:
“Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez”.
Le ofrecí mi boca, mi abrazo y mi silencio.
Todo lo que se puede dar cuando uno está de huida.
Pasaron los meses.
Ella venía y se iba como un bolero maltratado por el tiempo.
Nunca supe si era libre o si huía de alguien.
La busqué en otras voces, en otras bocas.
Pero nadie tenía su herida, su manera de cantar.
Hoy, que la vida se me escapa como el humo de un cigarro olvidado, aún la escucho.
Y, en ciertas noches, repito en secreto:
“Bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez”.
Cuando leí la palabra “disco”, supe que debía buscarlo.
El tocadiscos estaba en el altillo.
Lo limpié. Busqué la reliquia llamada tocadiscos, enchufé. Puse el disco y empezó a girar… salió la voz de mi madre:
“Tanto tiempo disfrutamos de este amor
Nuestras almas se acercaron tanto así
Que yo guardo tu sabor, pero tú llevas también
Sabor a mí…”.
El disco estaba rayado.
Repetía una y otra vez: “Sabor a mí… sabor a mí… sabor a mí…”
Y entonces encontré una tercera historia, esta tiene título:
Después del último bolero
Siempre supe irme antes de que doliera demasiado.
A él lo quise con ese amor torcido que sólo conocen las mujeres que han llorado en camerinos, abrazadas a sus vestidos con lentejuelas.
No sé si lo amé como debía, pero lo recuerdo como a un lugar donde alguna vez fui feliz.
Él me miraba como si me hubiera soñado. Me hablaba con ternura, con una ternura que dolía.
Pero yo nunca supe quedarme.
La vida me enseñó a vivir en fuga, a tener siempre la maleta a medio cerrar.
Desde niña aprendí que amar es conjugar el verbo en bolero. Aunque sea imperfecto.
A veces, mientras él dormía, lo observaba desde la penumbra.
Y me decía:
“Algún día entenderá que no me fui por falta de amor, sino por miedo a que me amara más”.
Cuando le dejé el disco rayado, no fue por crueldad. Fue mi forma torpe de decir adiós.
Él creía que podía salvarme con sus besos.
Pero hay mujeres condenadas a perder incluso lo que más desean.
Después de él, no volví a cantar igual.
Mi voz se volvió más grave, como si arrastrara su nombre.
Nunca supe si volvió a escuchar mis canciones.
Tampoco me atreví a volver a aquel bar.
Sin embargo, cada vez que entono “Piensa en mí…”, lo hago con el temblor de quien aún espera que, al otro lado del bolero, alguien esté pensando de verdad.
Nunca sabré si estas historias eran de ellos, juntos o separados.
Alguna vez los escuché preguntar:
“¿Te acuerdas del Tropicana?”
O discutir:
“¿Quiénes eran mejores, Los Diamantes o Los Panchos?”
El disco rayado me miraba en silencio, lo di la vuelta y lo puse a sonar por última vez… sentí que es la historia de un amor… y del bolero.
Salí tarareando el único que me sé completo.
Ese que mis padres llamaban “Nuestro juramento”, escrito por Benito de Jesús:
“Si tú mueres primero, yo te prometo
escribiré la historia de nuestro amor
con toda el alma llena de sentimiento,
la escribiré con sangre…
con tinta sangre del corazón».