Ilustración: Carlos Decker Yañez
La cancelación es una profesión honrada
Está sentado en un gran sillón —de esos que los españoles llaman “de orejas”—, imponente, tapizado en cuero de un café profundo que le da una presencia teatral. Evoca los muebles de las novelas de Agatha Christie.
La oficina es amplia, con ventanales que forman un mirador. Ocupa el último piso de una de las torres de la Plaza Libertad, junto a los edificios que albergan al gobierno de Identilandia.
El país nació tras el fin de la guerra en Ucrania —reducida entonces a la geografía de Kiev—, en la misma época en que desapareció Palestina.
El funcionario tiene el aspecto de un hombre común: delgado, alto, miope quizás, con gafas de marco grueso. Al levantar la vista de la pantalla donde revisa informes, se revela un bigote meticulosamente recortado, sobre una boca de labios secos y delgados. Al hablar, deja ver dientes amarillentos: probablemente fuma a escondidas, porque en este edificio está terminantemente prohibido.
Este burócrata pertenece al ejército de hombres y mujeres grises, no solo por el uniforme unisex, sino por su aspecto físico. Son quienes hacen cumplir las leyes, quienes actúan cuando una delación comprueba que alguien ha traspasado los límites del orden moral.
El gobierno de Identilandia ha elevado el chisme y la delación al rango de virtud. Ser delator es una profesión noble.
Nuestro anfitrión forma parte del círculo A, la élite burocrática. El círculo B lo integran los miles de delatores voluntarios: ojos y oídos del llamado “sistema revolucionario”.
Identilandia tiene pocos ministerios. El clásico Ministerio de Relaciones Exteriores, por ejemplo, ya no existe: fue abolido porque el nacionalismo identitario y revolucionario no admite vínculos con otros países, por temor a la contaminación liberal o socialista —lo que ellos llaman “universalismo caduco”, invento de ciudadanías y derechos sin raíz—.Los ministerios más importantes son el de la Lengua y la Verdad, seguido por el Ministerio de la Paz.
—No soy censor —me aclara el hombre, con tono didáctico—. Soy cancelador. Una categoría más flexible. Nuestro Estado no censura: deja que todos se expresen, para saber dónde intervenir. Dejamos que florezcan todas las flores, para podar las que no tienen el color ni el aroma del sistema.
Lo escucho en silencio.
—Defendemos a los oprimidos, a los vejados. La cancelación es una forma de justicia.
Y sigue, con entusiasmo:
—No somos una policía del pensamiento, como nos acusan. Nuestro mandato no proviene del poder político, sino de la sociedad. Continuamos la tradición iniciada por aquellos progresistas que impulsaron el movimiento Woke. En Identilandia, hemos superado los prejuicios, los pluralismos neoliberales y socialistas y las otredades subjetivas.
Hace una pausa, como para asegurarse de que lo estoy entendiendo, y añade:
—Antes nos acusaban de linchamientos digitales. Pero desde la fundación del país, contamos con un tribunal especializado en cancelación.
Como no digo nada, me mira y sigue preguntándose a sí mismo:
—¿Debate? No. Debatir es querer convencer al otro con argumentos. Nosotros preferimos el silencio ante la verdad. La verdad no se discute. Es la verdad.
¿Y las denuncias? Se me ocurre preguntar.
—Tenemos una red amplia y eficiente de delatores. Es una nueva profesión, digna y respetada en Identilandia.
—Acaba de llegar una —me muestra su tableta—. Un vecino del barrio X fue sorprendido leyendo “Lolita”. Un libro que promueve la pedofilia.
—¿Y cuál es el castigo?
—Se actúa con firmeza. El libro se quema. Y al lector se lo somete a castración química, como medida preventiva.
—Pero… ¿y la presunción de inocencia?
—¿Qué más prueba que estar leyendo un libro escrito por un pedófilo?
Hace una pausa larga.
Revisa unos documentos sobre el escritorio, me los muestra. Son pruebas de un juicio: el acusado fue sorprendido leyendo un libro racista.
Quiere convencerme. Por eso me invita a presenciar un juicio, y allá vamos.
Entramos en el gran salón del Palacio de Justicia. La escena parece sacada del año 1891, cuando el marqués de Queensberry acusó a Oscar Wilde de pederastia. Pero el juicio de hoy no es contra Wilde, sino contra quienes lo juzgaron.
—¿Por qué ahora? —le pregunto.
—Debemos rehacer la historia. La versión de 1891 es la verdadera, pero también es patriarcal, mojigata, conservadora. Podría volverse ejemplo. Y eso hay que evitarlo.
Pienso en lo que dice. No estoy de acuerdo con reescribir la historia para adaptarla al presente. Por eso me animo a confesar:
—Soy homosexual. Tengo derechos, deberes, estoy casado, tengo dos hijos. El juicio a Wilde fue atroz, sin duda, pero también un reflejo de su tiempo. Mostrarlo tal como fue ayuda a no repetirlo. Aquella época victoriana fue uno de los periodos más complejos de la historia británica. Le digo, me mira como revisando toda mi persona y dice:
—El poder es coercitivo. Ahora que lo tenemos, debemos mostrar que el homosexualismo existió siempre, y que nunca debió sancionarse, ni jurídica ni moralmente.
—Estoy de acuerdo. Pero… no podemos rehacer millones de historias, muchas más trágicas que la de Wilde. ¿Qué hacemos con los desaparecidos y con los “fondeados” por un gobierno latinoamericano?
—Por eso elegimos los casos emblemáticos.
Y … explica:
– Hoy, el acusado es John Sholto Douglas, marqués de Queensberry, padre del amante de Oscar Wilde. Se trata de enderezar una historia torcida desde el origen.
Decido callar y escuchar al fiscal.
Hace malabares retóricos para traer el juicio de 1891 al año 2058. Lo acusa de difamación, de violar la privacidad del hijo y de impedir la libre elección de Wilde.
En un momento se pregunta, en voz alta:
—¿Qué es la «indecencia grave»?
En 1891, esa fue la figura legal que permitió condenar a Wilde a trabajos forzados en la prisión de Reading.
Pero la pregunta del fiscal de 2058 queda sin respuesta.
El juicio concluye entre aplausos frenéticos. La sala vibra cuando el público lanza la consigna del día:
¡Por la deconstrucción de la historia patriarcal!