Por: Rodrigo Villegas
Mamá Juana está sentada en el patio de la casa en la que ya no vivimos. Le habla a alguien, seguramente a mi padre. Tal vez a mi hermano, a mis perros, a mi gato. O a mí. No recordaba esa fotografía, así que no sabría decir con certeza a quién le habla mi abuela, la que ya no está. Papá nos pasa esa imagen a un grupo de WhatsApp de la familia. Ya son dos años, nos dice a todos, nos lo recuerda. Ya son dos años, suspiro. La velocidad del tiempo es cruel.
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¿Cómo olvidar a alguien que amaste con toda la fuerza del mundo y que te amó de la misma manera? Es imposible. La memoria se encarga de eso, de colocar a ese ser querido en un sitial importante. A pesar de que ese amor ahora duela.
Porque los amores juegan a eso, a escapar constantemente de nuestras manos, a jugar a ser inencontrables. A sumergirse en lo hondo de un lago, a provocarte para que bajes y los abraces.
Un amor, ella, la que ya no está.
A pesar de eso, le cuento todos los días cómo va mi vida, qué tanto necesito que me ayude a veces. Que me regale algo de su bendición.
Le relato que ya vivo más de un año solo, que no he vuelto a casa, donde pensaba, la verdad, algún rato regresar. Que he tenido mudanzas, que incluso ya pienso en la otra. Que su refrigerador me sigue ayudando en lo cotidiano, que lo que me ha enseñado en la cocina me permite preparar alimentos parecidos a su sazón, pero jamás iguales. Que he fracasado en muchas cosas, así como he logrado cierto éxito en otras tantas. Que siempre me veo con papá y mi hermano, que hago todo lo posible para que estén bien. Que he intentado regresar a la iglesia, como ella siempre quiso, pero que no lo he logrado. Pero que seguramente algún rato volveré a probar. Que el trabajo consume la mayor parte de mi semana, me mantiene ocupado en las tardes y noches. Que intento exprimir mis mañanas lo más que puedo ya sea con ejercicio o caminatas largas por la ciudad. Que he intentado escribir como antes, como hace unos años, pero ahora me cuesta el doble y hasta el triple. Que a veces solo me siento delante de la pantalla por algunas horas y nada, no sala nada, pero estoy ahí, me quedo ahí.
¿Qué pensarás de mí, Mamá Juana?
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Quisiera contarte, también, a dos años de tu partida, de aquella mañana tristísima en aquel hospital de Miraflores, que mi hermano tiene un nuevo trabajo, que hace más o menos lo que yo hago. Que, al final de cuentas, ambos realizamos una labor similar a la de mi padre. Que los tres, a nuestro modo, nos valemos de las palabras escritas para vivir, para intentar ganarnos el sustento diario.
A ti también te gustaba leer, y mucho. Pero tu único libro era la Biblia, ese libro infinito que tomabas entre tus manos y del que intentabas enseñarnos cosas. Te ponías tus lentes y leías, subrayabas los salmos y versos que más te conmovían. Algunos los escribías en un cuaderno que siempre tenías a mano, para no olvidar esos mensajes y para algún rato pasárnoslos a nosotros.
Ya son dos años que esa Biblia no cuenta con tus ojos, que tus dedos no pasan sus páginas. Pero está ahí, bien guardada, apreciada como uno de tus objetos más queridos.
Ya son dos años, recuerda papá, al que no veo, pero sé que llora, que no la olvida. Fue su madre. Siempre será su madre.
También la mía. A pesar de que pasen dos, tres, cinco, miles de años. Siempre estará ahí.
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En aquella fotografía te ves joven. Estás sentada en el patio de esa casa de Chasquipampa en la que ahora no vive nadie, pero que pronto serán escombros, donde se empezará la construcción de una casa más grande.
Te gustaba colocarte ahí, encima de alguna silla de madera, a recibir el sol. A charlar con mi padre mientras lavaba ropa. O conmigo y mi hermano cuando comíamos las mandarinas que tú habías traído. Nos hablabas de tus hijos, de tus otros nietos. De Dios, siempre de Dios. Del trabajo, de lo que teníamos que hacer todos los días.
Tus trenzas refulgían mientras tu voz llenaba el patio, de un pasto muy verde, de paredes de ladrillo.
Así se iban las mañanas. Si hubiera sabido que algún momento habrían dejado de ser así, te hubiera grabado, me hubiera gustado ahora verte en algún video. Captar tus movimientos, los de tus dedos, los de tu boca, el fluir de tus cabellos.
Pero no lo hice.
Gracias a Dios que tenemos tus fotos. Aunque, si es que no existieran, tu imagen siempre estaría ahí, jamás se perdería de nuestros corazones. Tu rostro, tu voz, tu amor. Las arrugas que se provocaban en tu carita cuando sonreías. Tus ojos achinados.
Ya son dos años, Mamá Juana. En algún momento nos encontraremos para abrazarnos una vez más. Mientras tanto te mando un beso al cielo. Cuídame siempre.



