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    [Análisis] La peligrosa ausencia de ideología

    Por Carlos Decker-Molina

    El 11 de septiembre de 2001 inauguró una nueva etapa en la historia contemporánea. No fue solo un atentado terrorista en territorio estadounidense; fue el inicio de una mutación política y simbólica de alcance global. Al día siguiente, recibí un mensaje desde Jenín, en el norte de Cisjordania. Mi colega, Ahmed, escribió con una lucidez que el tiempo confirmaría:

    “Acuérdate de que, a partir de hoy, todo movimiento de liberación árabe será calificado de terrorista, aunque no lo sea”.

    Poco después, otra observación de una amiga colombiana, Isabel, revelaba una transformación semejante:

    “Las guerrillas ya no serán comunistas —me dijo—, ahora serán narcotraficantes, con razón o sin ella”.

    Ambas frases condensan el tránsito hacia un mundo sin ideologías visibles, donde los conflictos se reducen a cuestiones de orden, seguridad o criminalidad. En la década de 1990, cuando participé en un seminario en Ciudad de México sobre inmigración y Europa, todavía se creía que la integración y la apertura eran destinos inevitables. Hoy, ese mismo inmigrante es visto como un intruso, y más tarde, como una amenaza. Lo que cambió no fue el ser humano, sino el marco de interpretación: los relatos que dotaban de sentido a la historia se han vaciado, y con ellos, el pensamiento político.

    El eclipse de las ideologías

    La desaparición de las grandes ideologías del siglo XX —liberalismo clásico, comunismo, socialdemocracia— no produjo el «fin de la historia», como se proclamó, sino una forma inédita de vacío. Ese vacío fue ocupado por la estrategia, la comunicación y la manipulación emocional. El nuevo poder no necesita una doctrina: le basta con producir consenso a través del espectáculo.

    El «spin doctor» reemplazó al ideólogo. Steve Bannon, arquitecto del trumpismo, simboliza ese desplazamiento: la política ya no busca la verdad, sino la eficacia narrativa. En ese sentido, el poder se ha vuelto performativo: existe en tanto logra ser visto, reproducido, compartido. Un colega con el que trabajé en Naciones Unidas lo describió con precisión: «La política estadounidense se ha transformado en un espectáculo donde Trump dice, se desdice y vuelve a decir. Nadie sabe lo que ocurrirá mañana».

    Esta imprevisibilidad permanente, este presente sin horizonte, constituye una forma nueva de dominación: no necesita prohibir el pensamiento, le basta con distraerlo. El resultado no es el totalitarismo de masas, sino la atomización social. Cada individuo vive en su propia burbuja de sentido, sin relación con los demás.

    Izquierda y derecha y su capacidad explicativa

    En este contexto, la división entre izquierda y derecha ha perdido su capacidad explicativa. Ambas se han vuelto administraciones del descontento. En nombre del pueblo o del mercado, reproducen el mismo horizonte: el del crecimiento, la competencia y el miedo.

    La izquierda, que alguna vez habló de emancipación, se refugia ahora en políticas identitarias o clientelistas. La derecha, que alguna vez defendió la ciudadanía, se cobija en el autoritarismo nacionalista donde los inmigrantes no son ciudadanos. Ambas comparten un mismo impulso: el repliegue sobre lo propio y la nostalgia de un orden perdido.

    El capitalismo fordista ¿existe todavía?, lo que queda del fordismo, ya no se legitima por la promesa del bienestar colectivo, sino por la visibilidad del éxito individual. En una sociedad dominada por la imagen, la distinción entre tener y parecer se ha disuelto. El reconocimiento —los likes, la atención digital— ha sustituido al mérito, y el consumo de símbolos reemplazó la experiencia del mundo.

    La clase media, fragmentada y temerosa, es el núcleo de esta nueva condición. No quiere volver a la pobreza, pero tampoco puede ascender al nivel de las nuevas oligarquías tecnológicas. Entonces vota por Milei. Esa clase media vive en un espacio intermedio, sostenido por la ilusión de que la estabilidad es sinónimo de libertad. Es ahí donde la ausencia de ideología se convierte en una forma de servidumbre voluntaria.

    El poder de los símbolos

    Cuando las ideologías desaparecen, los símbolos ocupan su lugar.
    La gorra roja de Trump, la bandera del orgullo Gay, el logotipo de una marca o la cita bíblica en un discurso político: todos son fragmentos de identidad en un mundo que ya no ofrece relatos comunes.

    Durante la Guerra Fría, los símbolos remitían a ideas universales —progreso, revolución, libertad—. Hoy, los símbolos apelan a emociones inmediatas. No buscan convencer, sino pertenecer. Son gestos, no principios.

    Incluso la religión, que en Europa había sido confinada al ámbito privado, retorna al espacio público como signo de identidad y confrontación. No es un regreso de la fe, sino del tribalismo. La política simbólica reemplaza al pensamiento político; la emoción colectiva sustituye a la deliberación.

    La fragilidad de la democracia

    Pese a su desgaste, la democracia sigue siendo el marco más eficaz para la convivencia humana. Pero su legitimidad se ha vuelto puramente formal. Quienes buscan destruirla la utilizan como medio para alcanzarla, confiados en que una vez dentro podrán vaciarla desde adentro. Así surgen las “democraduras”: regímenes donde el voto existe, pero el poder no circula. La “izquierda” de Venezuela o la de Ortega en Nicaragua se parecen a la “derecha” de Orban, Fico y/o Putin. Trump va camino a ser uno de ellos.

    La eficacia —no la justicia— se ha vuelto el nuevo criterio de gobierno. Se admira a China o a los Emiratos del Golfo por su capacidad de producir bienestar sin deliberación, como si la prosperidad bastara para reemplazar la libertad.

    Sin embargo, la democracia sin justicia social no es más que una puesta en escena: un ritual vacío sostenido por la retórica de la participación. Su defensa exige algo más que elecciones; requiere la restauración de un pensamiento común, una pedagogía del juicio crítico.

    La ausencia de ideología no significa neutralidad, sino renuncia al pensamiento. Y esa renuncia —que se disfraza de pragmatismo o realismo— abre la puerta a un nuevo tipo de totalitarismo: aquel que no impone el silencio, sino la indiferencia.

    Epílogo

    Arendt advirtió que el mal puede ser banal; hoy podríamos añadir que también lo es la política. Cuando todo se convierte en imagen, la verdad deja de importar. La democracia sobrevive, pero sin ciudadanos que la piensen.

    La peligrosa ausencia de ideología no es el fin del conflicto, sino su disolución en el ruido. Allí donde nadie cree en nada, todo puede ser creído. Y ese es, quizá, el terreno más fértil para el autoritarismo del siglo XXI. 

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