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    [Crónica] El regreso

    Por: Rodrigo Villegas

    Hacía casi dos años que no regresaba al hospital Obrero. Hacía casi dos años que no volvía a aquel lugar terrorífico en el que se despiertan todos los miedos. Pero uno, eventualmente, regresa a esos espacios en los que fue infeliz. Así es la vida, así se mueve el péndulo.

    Papá me había pedido que lo acompañe a visitar a uno de sus amigos, que había sido recientemente operado de la rodilla. Le habían abierto el hueso y colocado una prótesis.

    Aquel amigo de mi padre había pasado meses sin poder caminar bien, con un dolor constante cada que flexionaba aquella pierna lastimada. Intentó resistir el malestar, pero fue necesario asistir a un médico. Aquel amigo vive en Tupiza, pero se vino hasta La Paz para hacerse operar porque acá se encuentran los mejores médicos del país. Es la capital, le había dicho a mi papá.

    Claro, papi, le dije cuando me lo pidió, mientras almorzábamos en un restaurante de Miraflores, uno que queda cerca del Estadio, por la entrada a la curva sur. Terminamos de comer y partimos.

    Llegar hasta la entrada del hospital Obrero me despertó, sin esperarlo, un dolor antiguo, un recordatorio de las cicatrices que nos quedan conforme vamos recurriendo aquellos momentos terribles de nuestras vidas: la muerte de un ser amado.

    La mía era la de mi abuela, la de mi Mamá Juana, que había fallecido en aquel lugar. Donde había pasado varias semanas internada, recibiendo dosis casi diarias de diálisis, donde ya no nos hablaba con normalidad, donde parecía ni siquiera no reconocernos. Donde solo sobrevivía, donde su calidad de vida se había reducido a lo mínimo.

    Pasemos rápido, me pidió papá, ante la mirada desconfiada de los policías que resguardaban la entrada. Subimos aquella rampa que da paso a Emergencias y chocamos de frente con el infierno en la tierra: decenas de enfermos y sus apesadumbrados familiares que se apretaban no solo en las salas, sino en los pasillos de aquel hospital, tildado como “uno de los mejores del país”. En lo que esquivábamos camillas y sillas de ruedas donde reposaban o aguantaban dolores los enfermos pensé en qué sería lo que les quedaba a los que tenían que pasar su tormento en otro centro médico, uno de menor calidad. En lo penoso que es enfermarse en Bolivia.

    Papá subió las gradas que daban a diferentes pisos, mientras lo seguía de atrás pensaba en las elecciones, en la segunda vuelta que definirá pronto al siguiente mandatario, a la posterior gestión de gobierno. ¿Se enfocarían más en la salud de la población? ¿Haría algo por los enfermos que están y estarán casi a los empujones en los pasillos, incluso en el piso, del hospital Obrero y de los demás del país que pretenden liderar?

    Arribamos al quinto piso, creo, el que pertenece a Traumatología. Ingresamos por otro pasillo y dimos con varias salas compartidas, donde personas con batas azules descansaban en sus camas, algunos acompañados de sus seres queridos, pero otros en completa soledad, abandonados a su suerte.

    Hola, Julián, le dijo mi papá a su amigo cuando llegamos a su sala. El recién operado se encontraba en su cama, que apenas cubría el largo y ancho de su cuerpo.

    A diferencia de mi papá, aquel hombre se encontraba muy delgado, demasiado. Papá me había contado que Julián era su amigo del colegio, una amistad que tenía más de cincuenta años de cultivo. Él se había ido a Tupiza en su juventud y allí se había quedado. Papá había decidido migrar a La Paz. Decisiones, la vida es un constante tomar de decisiones.

    Papá me presentó a su amigo, lo saludé con cordialidad y los tres conversamos por casi una hora. Julián le dijo que no había podido dormir bien por dos noches debido al dolor por la intervención y que había tenido que recurrir a los calmantes más fuertes, inyectados por una de las enfermeras de turno. Pero que, lentamente, se iba sintiendo mejor. Que el médico le había dicho que recibiría el alta en un día, que regresaría pronto a su casa, en Tupiza. Que lo llevaría su hija, que ya había comprado boletos de avión hasta Tarija y de ahí verían cómo hacer.

    Una vez terminada la visita, papá se despidió con cariño de su amigo, yo le di la mano y le deseé una pronta recuperación.

    Ojalá puedas dormir bien esta noche, le dijo papá.

    Ojalá, hermano. Otra cosa que no me deja descansar, además del dolor en la rodilla, son los gritos de varias enfermas, que chillan de dolor o de soledad en las noches.

    Recordé a una mujer mayor que mi abuela y con la que compartía sala cuando logró internarse en este hospital. Aquella señora de pollera no dejaba de gritar improperios a cada uno de los visitantes que ingresaba a su sala. Le habían atado las manos a su cama, así que no podía levanta los brazos, solo abrir mucho la boca sin dientes y los ojos saltones.

    Es así porque nadie la visita, nos contó aquella vez una enfermera. La abandonaron.

    Papá salió de la habitación de Julián y caminé a su lado. Intenté no ver las demás salas, que tenían las puertas abiertas, pero fue inevitable no girar la cabeza hacia mis costados: vi piernas envueltas en vendas, enfermeras que inyectaban a mujeres de la tercera edad, hombres barbudos y solitarios, con las miradas perdidas en el techo.

    Al llegar hasta el patio, ya en la planta baja, pasamos por el lugar donde habían “guardado” el cuerpo de mi Mamá Juana, del que mi padre y mis tíos tuvieron que sacar para dar sepultura.

    Caminamos con premura y cuando salimos pude respirar recién con normalidad. Habíamos logrado escapar del infierno sin magulladuras, solo con una tristeza aún persistía, a pesar de los años, en nuestros corazones.

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