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    [Crónica] Un cielo verde

    Por: Rodrigo Villegas

    Cuando sonó el pitido final todos nos abrazamos. No nos conocíamos, no sabíamos nuestros nombres, quiénes éramos. Pero cuando el árbitro le pidió la pelota a Lampe, cuando los cinco minutos de adición llegaron a su fin, una felicidad tan parecida a la plenitud nos inundó el cuerpo. Nos obligó a saltar, a lagrimear, a sentir algo que pocas veces habíamos sentido: la sensación del triunfo. Y no, no era una victoria cualquiera: era el pase de Bolivia, de la Selección de fútbol, a la fase del repechaje para el siguiente Mundial de Fútbol, el de 2026.

    El cielo se había pintado de verde.

    Aquella mañana de martes había despertado decidido a tener un día “de lo más normal posible”. Era inevitable no sentir una ansiedad propia de aquella jornada, pero hacía todo el esfuerzo, así como la gran mayoría de los bolivianos, por no pensar en el partido que se jugaba esa noche, a las 19.30, en la cancha de Villa Ingenio, en El Alto. Nos jugábamos el todo por el todo contra Brasil, un coloso del fútbol mundial. A pesar de que su técnico, Carletto Ancelotti, había anunciado que colocaría un equipo mayormente suplente, el temor era el de siempre: el perder una vez más, el ver el sueño frustrado por enésima vez.

    Además que no dependíamos totalmente de nosotros: Venezuela, que jugaba de local, se enfrentaría a Colombia a la misma hora. Todo hacía ver que los dueños de casa vencerían a los visitantes, ya que la selección cafetalera ya había conseguido su boleto para jugar el siguiente Mundial.

    Así que, con la ansiedad al mil conforme pasaban las horas, elegí seguir mi rutina diaria: hacer ejercicio, leer, escribir, prepararme las comidas del día y trabajar. Pero mi mente se mantenía en la esperanza, en lo que podía suceder en la noche.

    Llegadas las 19.30, mi corazón comenzó a palpitar con más fuerza.

    En lo que trabajaba, encontré una página en internet para ver y escuchar el partido. A lo largo de la tarde había escrito a un par de amigos para intentar ver el encuentro juntos, pero unos, al igual que yo, debían trabajar a esa hora del día, o, los pocos, se habían animado a comprarse entradas para el cotejo y ya se iban hasta El Alto.

    Los envidié.

    Los primeros minutos fueron plenos de la Selección. Brasil, casi siempre tímida cuando viene a jugar a Bolivia por la altura, se refugiaba atrás, con su gran arquero Alisson a la espera de cualquier ataque boliviano. Contuvo las pocas llegadas efectivas de la Verde, pero a poco de culminar el primer tiempo se marcó un penal que no pudo detener: Miguelito Terceros, el mejor jugador de la Selección, tomó impulso, se acercó a la pelota y la colocó en el costado derecho del portero brasileño.

    Era el gol.

    Desde mi habitación celebré el gol con mucha fuerza. Entendí que este era un momento trascendental de muchas personas de mi generación y terminé mi trabajo, me alisté y bajé al Estadio, donde habían colocado una pantalla gigante para que la ciudadanía pudiera observar el partido.

    Cuando llegué vi a por lo menos 500 personas que ya se encontraban en el lugar, nerviosos pero felices. Hasta el momento Colombia nos daba una mano: empataba 2 a 2 con Venezuela.

    Empezó el segundo tiempo. Esta vez Brasil se veía más decidida a hacernos daño, a intentar marcar algún gol que nos alejara de nuestro sueño mundialista. Pero no pudo hacer mucho: la Selección se había parado bien en casi todas las líneas y a poco de finalizar el partido casi marca el 2 a 0 con un cabezazo que el recién ingresado Carmelo Algañaraz casi convierte, pero que fue detenido por Alisson.

    La euforia se acrecentaba principalmente por el rumor y posterior confirmación de los goles de Colombia, que vencía 6 a 3 a Venezuela. Ese fue el marcador final. Así que Bolivia dependía de sí misma. Debía sostener esa victoria a como diera lugar.

    En los últimos minutos de juego Brasil tuvo dos corridas por la banda derecha que nos dejó sin aire a los ahora por lo menos mil hinchas que nos habíamos congregado en el Estadio. Por suerte el buen Carlos Lampe las detuvo con cierta facilidad, devolviéndonos el alma.

    Ya en el minuto 95, el réferi se acercó a nuestro arquero y le pidió la pelota. Terminó el partido. Lo habíamos logrado. No lo podíamos creer.

    Papá me contaba que cuando Bolivia se clasificó al Mundial de 1994, en aquel empate con Ecuador, las personas se abrazaban en la calle y algunos hasta lloraban. Gritaban, saltaban. El país era, de pronto, una gran familia.

    ¿Algún día nos tocará vivir así?, me preguntaba esas veces. ¿Será que mi generación o las posteriores tendrán la oportunidad de compartir esa alegría?

    Siempre he sido un tanto pesimista en ese sentido. Creía que no. Aquella noche, gracias al cielo, mi sentido común fue derrotado.

    Porque al término del partido un abrazo común nos fundió a todos en un mismo camino. Aplaudimos, nos felicitamos entre todos como si los jugadores fuéramos nosotros. Algunos grababan el momento con sus celulares, otros llamaban a sus padres, a sus esposas, a sus hijos.

    ¡Vamos al Prado!, comenzaron a gritar muchos, mientras algunos petardos se confundían con las estrellas en un cielo más verde de lo común.

    Fue así: masivamente nos dirigimos al Prado, donde a cada minuto que pasaba llegaba más y más gente a celebrar una victoria histórica de la Verde. Con banderas de Bolivia como capa o flameando en las manos de los niños que habían salido con sus padres, el orgullo boliviano, pocas veces demostrado con tal euforia, pintaba las calles del centro paceño de rojo, amarillo y verde.

    Y eso no solo sucedía en La Paz: desde mi celular podía comprobar que en Cochabamba, Santa Cruz, Sucre y todos los departamentos cientos de personas salían a las calles a festejar el pase logrado al repechaje.

    Me quedé un rato ahí, observando cómo caravanas recorrían la ruta del Prado, en camiones y vagonetas repletas de hinchas de la Selección. Algunos cantaban “Un minuto de silencio. Shhh. ¡Para Chile que está muerto!” y otros preferían entonar el Viva mi patria Bolivia.

    Como toda fiesta que se precie de ser eso, un jolgorio, en pocos minutos muchas vendedoras de cervezas, Lix u otros tragos habían llegado hasta el lugar para infundir de injundia a los felices hinchas.

    Me hubiera encantado quedarme a seguir haciendo patria, pero debía ir a casa porque al día siguiente tenía una reunión muy temprano, debía descansar. Sería otro día, pero la alegría persistiría por toda la semana.

    Llegué a casa y me puse a revisar lives de gente que había, también, llegado al Prado: contaban que la delegación de la Selección, el equipo ganador, ya se encontraba de camino al centro paceño. A la vez, pude ver decenas de videos de relatos del partido, del final, donde algunos se quebraban. O de reacciones a la victoria, donde familias en sus casas saltaban encima de los sillones, se arrodillaban y lloraban. Se abrazaban.

    Hubiera querido estar así toda la noche, alargando la felicidad lo más posible, pero debía dormir. Dejé el celular a un lado, apagué todo y dormí con el corazón lleno de alegría, con una sonrisa que persistió a lo largo de la noche.

    El cielo continuaría verde por varios días más.

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