1
Hace unos días fue a realizar un trámite bancario. Debía actualizar mis datos para acceder a mi banca móvil desde mi nuevo celular, uno que tuve que comprarme recién porque el pasado, que estaba en agonía, llegó a su fin. Cuando la señorita que me atendió, una mujer muy amable y de lentes grandes, me preguntó por mi nombre, mi dirección, ocupación y profesión, estado civil, repetí que sí, que nada de eso había cambiado. Hasta que llegó a los “números de teléfono de referencia” ante cualquier necesidad. Nombró las cifras de mi padre, de su celular. Y luego, inesperadamente para mí, las de mi abuela.
¿Está bien?, me preguntó, ante mi desconcierto.
Tardé unos milisegundos extra en responder: Sí, déjelos así, le respondí, sin contarle que mi abuela ya había muerto hace dos años, casi.
Ahí me enteré que algunos de nuestros muertos todavía viven, en cierta medida, para el Estado. Para la nación. En algunas elecciones presidenciales del pasado varias personas denunciaron que se utilizaron los carnets de muchos de sus fallecidos para votar. Los muertos no mueren se titula una película del gran Jean Jearmush, que ganó hace una nada el León de Oro en el Festival de Venecia con otro largometraje. Sí, algunos muertos no terminan de morirse. Se quedan con nosotros.
2
Hace unos días una persona a la quiero mucho me contó que habían quedado con su familia en colocar los alimentos preferidos de su abuelo, que falleció hace apenas un mes, en una especie de altar que armarían en su casa. Que le colocarían alguno de sus platos preferidos, que le instalarían una bebida, unos dulces.
Tal vez está acá todavía, dejó su energía, me dijo mientras nosotros, que estamos vivos (todavía) comíamos algo. Seguramente le da hambre y sed. Ahora no le faltará.
¿Los muertos se van?
3
Cuando mi abuela (a la que siempre conoceré como Mamá Juana) falleció, lo más difícil de todo fue vaciar su habitación. Aún recuerdo esa tarde lluviosa de noviembre en la que mi papá y sus dos hermanos, cada quien acompañado de sus hijos, de sus familias, llegamos hasta aquella casa que habíamos visitado hace apenas unas semanas con el fin de ver a mi abuela, de escucharla, de reír juntos. Ahora nos tocaba abrazar un silencio que nos dolía como si alguien nos golpeara repetidamente en la cabeza.
Conforme sacábamos las frazadas, sus mantas, sus polleras, sus muebles, sus zapatos y sus sombreros, llorábamos, uno más desconsolado que el otro.
Nos deshicimos de la mayoría de sus muebles, los regalamos a unas personas que escarbaban en un basurero cercano. También de mucha ropa, aunque no toda. Cada quien se quedó con las prendas que quiso, no para ponérsela, sino para no perder jamás el aroma de ella, de nuestra amada Mamá Juana.
Ya con el cuarto vacío, con un eco atronador que rebotaba nuestras voces, nos fuimos con un pesar terrible en nuestros espíritus. Cada quien se llevaba pedazos de su amada muerta en sus espaldas.
4
Me mudé hace poco a Miraflores. Ahora vivo completamente solo, una experiencia extraña, de aprendizaje diario. Uno debe aprender a encargarse plenamente de sí mismo, de asumir sus errores. De mejorar siempre que se pueda.
Algo que me di cuenta hace poco es que de alguna forma estoy “repitiendo” la vida de mis antecesores, de mi padre y de mi abuela. Mi papá, a mi edad, vivió por estos lugares, también, solo.
Una de esas mañanas en las que me puse a cocinarme el almuerzo pensé: vives con más cosas de tu abuela que de ti mismo. La cocina, las ollas, la garrafa. El refrigerador, un par de muebles. Me dejó todo eso antes de que muriera. Me lo dijo:
Hijo, esto es para ti, vos lo necesitarás. Ya eres mayor, los años pasan rápido. Aunque sea con eso te ayudaré. Algún rato te casarás, tendrás hijos.
Mi muerta está más presente que nunca.
5
Todos tenemos a nuestros muertos vivos. Ya sea en retratos, en muebles, en ropa guardada, en los aromas que aún se sienten por la casa, están por ahí, pululando, observándonos desde algún lado.
Mi abuela estaba convencida de que cuando uno muriera se iría al cielo o al infierno, dependiendo lo que hubieras hecho en vida.
Yo la siento ahí, por supuesto, dejar de creer en Dios sería dejar de creer en ella, en mi Mamá Juana. Ha sabido sujetarnos de esa forma, a toda nuestra familia, a su fe, la que tanto nos quiso colocar con los años. Pero, a la vez, la siento siempre cerca, en casa, ahora en Miraflores y pronto no sé dónde, pero al lugar que vaya.
Aquel día en el que vaciamos su habitación, tan solo a dos días de su muerte, elegí quedarme con un canario de peluche que ella había colgado en su puerta de madera como un adorno. Ahora esa ave me ve desde la pantalla del monitor, ahí debajo de las palabras que voy escribiendo. Recibo, quiero creer, su bendición. La mirada de mi abuela, mi muerta viva.