Por: Carlos Decker-Molina
Como reportero de Panorama, el programa en español de Radio Suecia, estuve en Panamá apenas dos días después de la invasión de las tropas estadounidenses, que capturaron al jefe del gobierno militar, Manuel Noriega, a quien había entrevistado por teléfono días antes de la llamada Operation Just Cause. Me dijo: “resistiré”.
Sin duda, Manuel Noriega era un dictador y agente de la CIA. Durante años colaboró con Washington, ayudando a canalizar armas hacia las insurgencias de la región, como los contras de Nicaragua y otras contra-insurgencias en el sur. Amparado por su “impunidad”, abrió las puertas al narcotráfico y Panamá se convirtió en un puente privilegiado para el cartel de Medellín.
Sus patrones de la CIA le advirtieron que su tiempo de protección se agotaba. Noriega, que poseía pruebas de las operaciones encubiertas de la Agencia en Centroamérica, intentó chantajearlos. El desenlace fue previsible: un tribunal de Miami lo condenó a 40 años de prisión (más tarde reducidos a 30 y después a 20 por “buena conducta”). Posteriormente, Francia lo extraditó para juzgarlo por lavado de dinero. Murió en Panamá a los 83 años.
Las consecuencias de la invasión
Las secuelas para Panamá fueron graves. Documentos estadounidenses desclasificados en 2019 reconocen 516 muertos —la mayoría panameños—, aunque otras fuentes elevan esa cifra.

El barrio de El Chorrillo, densamente poblado, fue arrasado. Testimonios que recogí en el lugar describían la situación como “el infierno”. La destrucción fue generalizada: los sobrevivientes quedaron hacinados en galpones, con “habitaciones” improvisadas separadas por trapos. (Ver fotos)
Tras la invasión, Guillermo Endara, ganador de las elecciones anuladas por Noriega, juró como presidente (Ver foto). Las Fuerzas de Defensa de Panamá fueron disueltas y Noriega, extraditado a Estados Unidos, comenzó su periplo judicial.

La evolución de las intervenciones en el siglo XXI
La invasión de Panamá fue la última gran operación militar directa de Estados Unidos en la región. Con la democratización continental, las formas de injerencia cambiaron: cooperación en seguridad, asistencia militar, entrenamiento y venta de equipo. Los expertos advertían que las invasiones resultaban demasiado costosas en dinero y legitimidad.
Colombia, con sus vínculos “especiales” con Washington, es un ejemplo de este nuevo modelo. El otro es Bolivia, que en tiempos del MAS expulsó a la DEA.
Otras invasiones
Durante la Guerra Fría, las invasiones soviéticas en Hungría y Checoslovaquia sirvieron para desalojar a los “infiltrados capitalistas”. En Polonia, Moscú evitó intervenir: un general polaco dio el golpe “preventivo” para salvar al país de la ocupación del hermano mayor.
La invasión soviética a Afganistán —la última de la URSS— se justificó con la solicitud “oficial” de un gobierno aliado en Kabul.
Ahí nacieron los Taliban patrocinados por la CIA de la EEUU, incluso hoy no termina la secuela que dejó aquella invasión soviética.
Del mismo modo, la invasión estadounidense de Panamá se explicó como defensa de sus ciudadanos en el istmo.
A fines del siglo XX, las invasiones fueron sustituidas por métodos menos castrenses.
Yo solo he presenciado una: Panamá. Y dolía como ser humano ver a niños, mujeres y ancianos huyendo de El Chorrillo. Dolía más ver a los soldados estadounidenses pavoneándose por calles que no eran suyas, imponiendo el toque de queda, entrando a los hoteles —incluido el mío— para hacer cumplir la “ley seca” y revisando cédulas. También fotografiaban a “sospechosos”: en mi caso, alguien con cara de boliviano y con pasaporte sueco.
Hoy
La invasión de Panamá de 1989 marcó un punto de inflexión: fue el último gran despliegue estadounidense. Sin embargo, esta semana el gobierno de Donald Trump ordenó el envío de un escuadrón anfibio al sur del Caribe, como parte de la estrategia contra los carteles latinoamericanos.
Los buques USS San Antonio, USS Iowa Jima y USS Fort Lauderdale podrían arribar a aguas cercanas a Venezuela. Transportan 4.500 militares, incluidos 2.200 infantes de marina. Aunque se evita precisar la misión, el objetivo declarado es enfrentar organizaciones narcoterroristas.
La ética y las invasiones
Este siglo parece haber degradado la moral pública. En redes sociales he leído el regocijo de algunos ante la posibilidad de invasiones. Unos defienden a Putin porque “desnazifica” Ucrania.
Otros saludan la actitud de Trump y suponen que buscará a otros delincuentes de América latina. No son mayoritarios, pero son síntomas de algo más profundo:
• Parece lícito modificar fronteras por la fuerza. Ucrania.
• Parece lícito matar de hambre a un pueblo como limpieza étnica. Gaza.
• Parece lícito bombardear un país no por poseer armas nucleares, sino por el mero riesgo de que las fabrique. Irán.
• Parece lícito justificar cualquier invasión, ya sea por un pretexto o por la falta de alineación política con el imperio de turno.
Mis posiciones son claras:
1. Repudio la invasión rusa a Ucrania. En 1994, Ucrania firmó el Memorando de Budapest y renunció al tercer arsenal nuclear más grande del mundo, a cambio de garantías de Rusia, EEUU y Reino Unido de respetar sus fronteras. Moscú violó ese pacto.
2. Repudio la masacre y el hambre infligidos a la población de Gaza. Condenar esos crímenes no es antisemitismo, es simple sentido de justicia.
3. Repudio los bombardeos contra Irán, repudiando al mismo tiempo al régimen teocrático que oprime a mujeres y jóvenes.
4. Repudio cualquier intento de invasión contra Venezuela, pese al carácter dictatorial y asesino de su gobierno.
El 24 de febrero de 2022 transformó al mundo: esa invasión rusa a Ucrania pateó el tablero del derecho internacional, que funcionaba mal, pero existía.
La llegada de Trump a la presidencia de EEUU profundizó la distorsión: fantasea con una Guerra Fría 2.0, mientras favorece el imperialismo de Putin a cambio de que deje tranquilo el “patio trasero” de Washington.
Solo los neocolonialistas aplauden las invasiones. Hoy puede ser Venezuela; mañana, Uruguay, con el pretexto del dinero ilícito; pasado mañana, Groenlandia, por sus tierras raras y la ruta polar. O Canadá, o México. O Polonia y los bálticos, que según la teoría imperial de Putin “pertenecen” a su esfera.
Pensemos dos veces antes de aplaudir una invasión, aunque caiga un tirano.