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    [Crónica] Mudar de piel

    Por: Rodrigo Villegas

    El país se derrumba y yo me mudo una vez más. A pocas semanas de las elecciones más importantes de las últimas décadas, decido cambiar de aires. Probar suerte en otra ciudad: volver a La Paz. En medio de debates presidenciales, de la ya persistente escasez de combustible y hasta de pan, intento retomar ciertos rumbos. Y es que a veces no queda más por hacer: ser feliz con lo que se pueda.

    Viví casi un año en El Alto, una urbe maravillosa donde cumplí mis 30 años. Conocí las calles de la Ceja, los mercados, y las de Villa Dolores, la Juan Pablo II y otras calles y avenidas de las que me compré naranjas, mandarinas y otros alimentos a precios reducidos.

    Habité una habitación que ahora solo es un cuarto grande, de ventanas amplias, que ha quedado vacío, con mis rastros de piel. Pronto alguien ocupará nuevamente ese lugar. Espero que sea tan feliz como yo lo fui.

    Papá y mi hermano me ayudan en el traslado, a bajar las cosas hasta el primer piso, a sacar las bolsas con ropa, a acomodar el catre y el colchón en el camión de mudanzas que contratamos, a acomodar el refrigerador y la televisión. Mi hermano y yo nos acomodamos en medio de cajas y el camión emprende el rumbo. Vemos la Autopista, que corre a nuestros lados, y el viento intenso no nos deja hablar.

    Luego toca desempacar, ya en el nuevo hogar, y elegir las prioridades: armar la cama, la computadora, la cocina. Preparar el primer té. Ahora estoy completamente solo. Ya no comparto el departamento con nadie. Hay horas en las que no abro la boca, solo escucho la banda sonora de mis manos en el teclado.

    Leo La peste, de Albert Camus, y pienso en aquel vacío de estar recluido en casa. El no salir para no ser embarrado por la enfermedad. Para limpiarme cualquier sinsentido, salgo a caminar por el Estadio, donde decenas de personas van de acá para allá, ya sea para pasear a sus perros, caminar con sus familias o para sentarse en algunas de las bancas. Son, a su modo, felices.

    Me acomodo unos minutos en esos asientos. Veo una bandada de palomas que descansa encima de un pasadizo. Cerca de ellas hay estatuas de bronce de camarógrafos, de aquel oficio ya casi extinto por los celulares en el que ciertos hombres te ofrecían retratarte para la eternidad.

    Regreso a casa y me cocino. Almuerzo y luego trabajo. Así se van los días, sencillos como nubes, diáfanos. Esta rutina no muta, persiste como en El Alto. Como, en su momento, en Chasquipampa.

    Pienso en la cercanía de la votación, en las dos semanas exactas que faltan para aquel día trascendental. En qué sucederá después. En si algo de este adolorido país se amortiguará.

    Las últimas encuestas le siguen dando el liderato a Samuel Doria Medina. Le sigue Tuto Quiroga, Manfred Reyes Villa y Andrónico Rodríguez, que se ha alejado en los números. Hay, también, un voto nulo impulsado por los seguidores de Evo Morales, que, a su modo, no dejan de insistir para que su líder regrese al poder, a la Casa Grande del Pueblo. Eva Copa ya se ha retirado de la contienda electoral.

    Así van los días, los míos y los del país, en una cierta rutina pero a la vez en una desesperante espera.

    Como todavía no hemos entregado la casa anterior, la de El Alto, seguimos limpiando las habitaciones, los lugares comunes (el baño y la cocina). Llego temprano el sábado y utilizo una virutilla para rasgar el piso de madera, las manchas. Luego tocará encerar. Como la habitación está ahora vacía, el eco de mi voz es más profundo. Abro las ventanas y el sol ingresa de lleno al cuarto. Recuerdo aquel paisaje, el lugar donde fui muy feliz.

    Hay que mudar de piel constantemente para intentar emerger, para aprender lo nuevo, lo que uno necesita para avanzar, me convenzo, y salgo de ahí para ir a mi nueva casa. Me guardo cualquier intento de lágrima en los bolsillos.

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