Por: Carlos Decker-Molina
No parecía viejo. Algunos juraban que ya pisaba los 86. Otros decían que apenas rozaba los 80. Todo depende del cristal con que se mire, y también de la luz del día. Pero, su cardiólogo sabía la verdad: aquel corazón había vivido más de ocho décadas, y cargaba dentro un pequeño artilugio metálico, un “stent”, como se dice en los pasillos del hospital.
Era un cilindro diminuto, de malla fina, colocado con manos temblorosas y precisas sobre un catéter. Había sido insertado, expandido, dejado en su coronaria izquierda como un vigía. A veces el cuerpo necesita que lo reparen para seguir fingiendo que resiste.
Desde entonces, todo cambió. Las pastillas se multiplicaron, caían en un pequeño recipiente como hormigas alborotadas. Un día cualquiera la tensión arterial decidió perder el equilibrio. Lo llevaron de nuevo al hospital, esta vez por sospecha de un accidente isquémico transitorio. Algo en el cerebro había titilado, como una luz que duda entre apagarse o no.
Allí, en la blancura impersonal de la Unidad de Neurología, lo conectaron a máquinas que lo observaron sin descanso. Una mañana, la doctora Lena Sörendotter —con una voz ronca, como de resaca — se sentó frente a él y le dijo:
—No hay coágulos. Todo está bien, pero … encontramos… otras cosas … tu cerebro es un poco … raro
Él la miró como quien intuye un peligro muy grave.
—¿Cosas? —susurró.
Lena abrió una carpeta, aunque todo lo importante estaba ya en su memoria clínica:
—Vimos unas fechas, grabadas en alguna parte del hipocampo. 27 de junio, 15 de agosto, 11 de diciembre y 27 de octubre.
Él bajó la mirada. Las fechas eran exactas. Ese mismo día había recordado una de ellas.
Esta mañana 27 de junio, había cerrado los ojos, para verla. La había saludado en voz alta con un ¡feliz cumpleaños! Luego había discutido con ella: ¿Mamá, por qué no me ayudas a recordar la receta del dulce de higos?

Lena lo interrumpió porque tenía más cosas de que hablar:
—Y encontramos más —dijo la médico—. Dos libros aún no escritos. Uno se titula “Los cuentos de Itapaya, un lugar que no existe”. El otro… una recopilación de ensayos sobre ideología, memoria y periodismo. También hay notas dispersas sobre algo que llamas “bolivianidad”. ¿Eres de Bolivia?
—Si —dijo él.
—Y cumples años el 30 de junio.
Él asintió, sin preguntar cómo lo sabía.
—Hay una línea escrita en la sinapsis frontal que dice: “receta de cóctel para festejar el 30 de junio, día de mi cumpleaños”.
Lena sonrió levemente. Él también. Ambos sabían que hay cosas que no figuran en ningún protocolo médico.
Cuando lo dieron de alta, caminó despacio hacia su casa, cruzando las calles silenciosas del barrio conocido como La Siberia. Su mujer lo esperaba. Llevaban más 58 años juntos. En las buenas y, sobre todo, en las malas. Tiene planeado invitarla a cenar en el Dersch el 15 de agosto.
A su madre ya la había saludado esa mañana. Pero no se lo perdonaba: había olvidado la receta del dulce de higos. O tal vez no la había querido compartir.
Esa receta no era siquiera de ella, sino de la abuela, aquella mujer que cocinaba sin medidas, por pura intuición y probando tres y cuatro veces.
Aquel día, como tantos otros, el viejo se sentó frente al cuaderno vacío. Pensó en los libros que Lena había visto dentro de su cabeza. Pensó en Itapaya, en el polvo de sus calles que nunca existieron, en las palabras que aún no había escrito.
Pensó en la bolivianidad, esa nostalgia que no se cura ni con patria ni con distancia ni bailando caporales.
Y luego, con una sonrisa triste, escribió la primera línea:
«Mi madre no me dejó la receta del dulce de higos. Pero, hoy, como todos los 27 de junio, el aroma vuelve. Como si todavía la estuviera esperando».