Por: Juan Carlos Salazar del Barrio*
La imprenta llegó a lo que hoy es Bolivia en las primeras décadas del siglo XVII, entre 1610 y 1614, con un retraso de 80 años en relación a México, cuando ya se imprimían textos en el resto de ciudades de América. Según el bien documentado trabajo sobre los orígenes de la imprenta en Bolivia de Ramiro Duchen Condarco, llegó a la casa de la Compañía de Jesús de Juli, un pueblo ubicado a orillas del lago Titicaca, perteneciente a la Audiencia de Charcas, donde el sacerdote jesuita, lingüista, lexicógrafo, escritor y traductor italiano Ludovico Bertonio (1557-1625) editó cuatro libros, fechados en 1612, sobre la lengua aymara (Duchén Condarco, 1996: 448).
Como dice Alberto Crespo Rodas (1917-2010) en el prólogo a la edición facsimilar de El Cóndor de Bolivia, el primer periódico de la Bolivia independiente, salvo el caso de esa efímera imprenta, la imposibilidad de imprimir escritos en lo que hoy es Bolivia era casi absoluta hasta muy entrado el periodo republicano (Crespo Rodas, 1995: 2). Tanto es así que obras fundamentales como Crónica moralizada, de Fray Antonio de la Calancha (1584-1654), y El arte de los metales, del padre Álvaro Alonso Barba (1569-1662), escritas en Charcas y publicadas en 1631 y 1640, respectivamente, “tuvieron que atravesar manuscritas los mares para llegar a las prensas de España” (ibid).
A Crespo Rodas le llamaba la atención que “esa carencia se produjera en un país donde desde 1623 existía en la ciudad de La Plata una universidad (San Francisco Xavier) cuyo prestigio y nombradía se extendió cuando menos a los países del extremo sur del continente, así como también una Audiencia (Charcas) con jurisdicción de océano a océano y formada por lo común por ilustres letrados venidos de España” (ibid).
Tal vez por esa misma razón, la tardía llegada de la imprenta, el periodismo en Bolivia nació igualmente tarde, en vísperas de la Independencia.
Desde entonces, como escribió Gustavo Adolfo Otero (1896-1958) en La cultura y el periodismo en América, la prensa boliviana mostró al país en toda su expresión: “En su miseria y su grandeza”, porque “el curso de la historia desde la invención de la imprenta está unido a la vida del periodismo” (Otero, 1953: 17).
El primer periódico de que se tiene noticia, El Telégrafo, se publicó en 1822 en Mojo, una aldea vecina a Tupiza. Era un boletín de una sola hoja, vocero del ejército realista, editado bajo la dirección del general español Pedro Antonio de Olañeta, en una pequeña imprenta volante, denominada Vanguardia, aparentemente la única que existía en esa época en el alto Perú, según León Manuel Loza (1878-1955), uno de los primeros historiadores del periodismo boliviano (Loza, 1926: 6).
En los hechos, el periodismo boliviano nació con la República, en 1825, primero con El Chuquisaqueño, publicado por la imprenta del Ejército Libertador en febrero de 1825, y después con La Gaceta de Chuquisaca, publicada el 30 de julio, precursores ambos del primer gran periódico nacional: El Cóndor de Bolivia, que nació el 12 de noviembre de 1825, bajo la inspiración del Mariscal José Antonio José de Sucre.
Con la imprenta llegó la censura. Como recuerda Loza en su Bosquejo histórico del periodismo boliviano, publicado en 1926, España “deliberadamente impuso trabas de las más torpe estructura para impedir, no solo retardar, la instrucción y la ilustración de sus colonias” (ibid).
La imprenta fue introducida a la América, con tales restricciones y tan tardíamente, que no es extraño sino natural, el estado de tupida ignorancia en que yacieron por tiempos prolongados estos pueblos (ibid).
Loza cita varias cédulas reales expedidas por las autoridades coloniales para restringir el uso de la imprenta y la circulación de los libros. Menciona, por ejemplo, las registradas en los archivos del Virreinato de Lima bajo los números 342, 675, 1672, 1688 y 2157, aprobadas entre 1686, y 1688. La número 2157 disponía la censura previa para toda clase de publicaciones; la 2559 ordenaba la supresión de la libertad imprenta; otra, fechada el 11 de febrero de 1688, prohibía la impresión de cualquier libro que tratara la historia de las colonias sin previa licencia del Consejo de Indias. Loza dice:
Un país tenido en estas condiciones tiránicas, un país carente de escuelas y colegios, un país donde apenas existía una universidad pontificia para el estudio de las llamadas ciencias teológicas, claro está que no podía aspirar a la fundación, sostenimiento y circulación de este poderoso vehículo denominado prensa, cuya potencialidad sería ocioso manifestar o discutir (ibid).
A pesar de tales restricciones e impedimentos, los luchadores por la independencia se valieron de papeles manuscritos, entonces llamados pasquines, para difundir sus ideales y promover la emancipación del poder colonial.
En vísperas de los movimientos revolucionarios del 25 de mayo y del 16 de Julio, ambos en 1809, circularon muchos de esos pasquines en Chuquisaca y La Paz, al punto de provocar la alarma de las autoridades coloniales. En una carta dirigida al Virrey, el Alguacil de Corte de la época, Manuel Antonio Tardío, denunció como “cooperantes y verdaderos cómplices del alboroto” a los autores de “los pasquines y papeles sediciosos que se fijaron y corrieron en Chuquisaca mucho muchos días antes de la conmoción general” del 25 de mayo (ibid).
Como recuerda el historiador Manuel María Pinto, citado por Loza, Pedro Domingo Murillo era de los autores de esos periódicos manuscritos, a los que describe como tatarabuelos de los diarios actuales, textos que él mismo redactaba y los mandaba a fijar en lugares públicos. A consecuencia de las proclamas sediciosas en forma de pasquines, único medio entonces de publicidad por falta absoluta de imprentas, y alarmado por su repercusión, dice Pinto, el Gobernador de La Paz, Antonio Burgunyo, ordenó a mediados de o de 1805, el arresto del patriota paceño junto a otras cuatro personas, a quienes veía como conspiradores.
Tales hechos, según León Loza, son la comprobación de que Murillo, “entre otras actividades y merecimientos, puede ostentar el título de periodista, en la causa más noble que pueda cometer un hombre: la libertad de su patria” (ibid).
En su libro Nacionalismo y Coloniaje, Carlos Montenegro (1903-1953) afirma que en más de un sentido los pasquines fueron los precursores de la prensa nacional. Describe a Murillo como el primer periodista boliviano y sostiene que el proceso que le instauró la justicia española a instancias de Burgunyo, es “la primera persecución oficial desatada contra el pensamiento escrito” en lo que hoy es Bolivia (Montenegro, 2016: 67).
Tales antecedentes, explican el empeño ciudadano en lograr el reconocimiento del derecho a la libre expresión del pensamiento desde el inicio mismo de la lucha independentista.
La historia nos muestra que el tema de la libertad de imprenta estuvo en el centro del debate público desde los albores de la vida republicana. Se dice que Sucre propició la legislación pertinente, pero fue Simón Bolívar el que la proclamó en la primera Constitución Política del Estado, promulgada el 19 de noviembre de 1826, ratificada tres semanas después, el 7 de diciembre, con la ley sobre “La libertad de imprenta, sus abusos y penas”.
La Constitución de 1826 decía textualmente en su Artículo 150: “Todos pueden comunicar sus pensamientos de palabra o por escrito y publicarlos por medios de una imprenta, sin previa censura pero bajo la responsabilidad que la ley determine”. De esta última frase, “la responsabilidad que la ley determine”, surgió la norma que regula la actividad periodística conocida como Ley de Imprenta.
La primera versión, la denominada “Ley sobre la libertad de imprenta, sus abusos y penas”, aprobada el 7 de diciembre de 1826, ratificaba el derecho establecido en la primera Constitución. En su primer artículo establecía que “todo habitante de Bolivia puede publicar por la prensa sus pensamientos conforme al artículo 150 de la Constitución, siempre que no abuse de esa libertad” (Gómez, 2011: 11).
La ley de 34 artículos dividía en tres grupos los abusos: los que atacaran de “un modo directo las leyes fundamentales del Estado, con el objeto de inducir a su inobservancia”; los que publicaran “escritos contrarios a la moral o la decencia pública”, y los que injuriaran “a las personas sobre las acciones de su vida privada”. Las penalidades consistían en destierro, multas y privación de empleo.
La ley reconocía el “juicio por jurados” especiales de las “causas de imprenta”, a cargo de 25 jurados por capital de departamento, designados por el Congreso.
Loza menciona como autores del proyecto de esa disposición precursora, presentada el 8 de junio de 1826, es decir en las primeras sesiones de la Asamblea Constituyente, a Manuel María Urcullo, Antonio Vicente Seoane, Casimiro Olañeta, Mariano del Castillo y Mariano Calvimontes, como miembros de la comisión de Constitución de Legislación.
Durante el debate, Mariano Calvimontes, a quien se le atribuye la autoría real del proyecto, declaró que en el país había en ese momento dos imprentas, pero deseo y capacidad para escribir en muchos de los bolivianos. Obviamente las dos imprentas eran del Estado, característica que se extiende prácticamente a lo largo del primer medio siglo de vida republicana, lo que dejaba al periodismo y a los periódicos a merced de los gobernantes de turno (ibid).
Si la primera Constitución Política del Estado sentó las bases del reconocimiento de la libertad de expresión como derecho, que sería ratificado en líneas generales en las constituciones siguientes, el primer periódico de la vida republicana El cóndor de Bolivia legó las banderas de la independencia ante el poder político y la defensa de las libertades como principios ineludibles del periodismo.
El Cóndor de Bolivia nació el 12 de noviembre de 1825, publicó 134 números y murió con la administración del presidente José Antonio de Sucre, su inspirador, el 26 de junio de 1828.
En su primer número proclamaba textualmente: “Nosotros no pertenecemos a partido alguno (…), no somos ni seremos jamás los escritores vendidos al poder”. Reivindicaba los “sentimientos” que consideraba fundamentales para el devenir patrio: “odio a la tiranía, horror a la anarquía, amor a la libertad, al orden”, y expresaba su adhesión al sistema representativo republicano, como la “perfección de la civilización política”. En este sentido, dejaba establecido que aplaudiría al gobierno “si es liberal” y, de lo contrario, lo atacaría “con aquella firmeza que inspira una buena causa, pues siempre es tal la de la razón y la libertad”.
Se trataba de una verdadera carta de intenciones, no sólo sobre el papel de ese periódico en la construcción de la nueva patria, sino del rol que debía cumplir el periodismo en la sociedad.
En su ensayo Un preclaro periódico boliviano, el historiador Charles W. Arnade describe a El Cóndor de Bolivia como “el defensor intelectual de la nueva nacionalidad boliviana”, un periódico “magnánimo” que durante casi tres años “iluminó a la opinión pública”, un “comienzo digno del periodismo boliviano” e instrumento vital en la consolidación de la República, que tenía al Mariscal Sucre como inspirador y entusiasta colaborador (Arnade, 2014: 171).
Escuela y ejemplo, El Cóndor de Bolivia dejó un gran legado ético al periodismo boliviano.
Durante la primera centuria republicana, desde la Constitución de 1826 hasta la aprobación de la ley de imprenta del 19 de enero de 1925, y desde entonces hasta nuestros días, todas las leyes fundamentales de Bolivia han reconocido y proclamado el derecho a la libertad de expresión, aunque no siempre ha sido respetado por los poderes constituidos.
Ha estado vigente, sí, pero en muchos periodos de nuestra historia, ha sido vulnerado en su espíritu y letra.
No voy a recorrer las vicisitudes políticas y legales de este derecho constitucional a lo largo de la historia, con los avances y retrocesos registrados en cada una de las disposiciones ni en su ejecución; tampoco voy a mencionar las veces que los diferentes gobiernos han intentado someter a la prensa a sus intereses, ya sea mediante el control directo o el acallamiento disimulado, apartándose de la conducta legal e institucional a la que estaban obligados.
Es cierto que el periodismo no fue ajeno a la lucha política partidista a lo largo de nuestra historia. Durante muchos periodos, la prensa fue escenario de la confrontación partidista, no solo porque era la única plataforma de expresión de la época, sino porque muchos de sus actores y protagonistas eran al mismo tiempo periodistas y políticos.
Como apuntan los historiadores, el periodismo tuvo en sus orígenes un marcado carácter militar y político. Primero como vocero de las campañas emancipadoras, después como instrumento de consolidación de la nación insurgente y, más adelante, como portavoz de los gobiernos de turno y grupos de poder político para divulgar los actos administrativos y doctrinas.
“Todos los (periódicos) que han salido a luz, desde la fundación de la República, hasta el presente, o son oficiales o pertenecen a la oposición. Sus juicios por lo mismo son parciales o interesados”, dijo Manuel Rigoberto Paredes (1870-1951) en la inauguración de la Asamblea Nacional de la Historia, el 9 de julio de 1929. “La prensa oficial –agregó– no da noticia sino de la de la mitad de lo sucedido, de la otra mitad lo da la prensa de oposición, cuando hay libertad de imprenta. En caso de que ella no exista, son los perseguidos, los proscritos los que completan la información de un período histórico aunque recargándola de sombríos colores y de toques enconados (Paredes, 1962: 153).
Protagonista, sí, pero también víctima, como ocurrió en las épocas posteriores, sometido al interés y capricho de los caudillos de galones o los caudillos de toga.
Durante uno de esos periodos, en octubre de 1861, bajo el gobierno de José María Achá (1861-1864), se produjo la matanza de opositores ordenada por el coronel Plácido Yáñez, comandante militar de La Paz, que costó la vida a 55 políticos detenidos en el edificio Loreto (actual Congreso Nacional), entre ellos el expresidente Jorge Córdova y Francisco Paula Belzu, yerno y hermano de Isidoro Belzu, respectivamente.
La versión oficial atribuyó el hecho a la represión de una supuesta “revolución” tramada por los presos, encabezados por Córdova y Belzu, y presentó las muertes como resultado de un “combate” entre los alzados y la policía.
El suceso dio lugar al alineamiento de la prensa, con El Telégrafo y El Boliviano, entre los oficialistas que justificaban la masacre, y El Juicio Público, que apareció 37 días después del suceso, “con la declarada misión de contribuir al esclarecimiento de esos trágicos sucesos, cometido que logra a plenitud”, como escribe el periodista, académico e historiador Ángel Tórres. “Asumió oficiosamente el papel de fiscal y juez instructor, que de oficio corresponde a los titulares y estos rehúyen cumplir” (Tórres, 2011; 39).
El Juicio Político, periódico propiedad de los hermanos Cirilo, Alejandro y Román Barragán, realizó una exhaustiva investigación del suceso, que Luis Ramiro Beltrán describió alguna vez como el primer estudio sistemático profundo del quehacer periodístico nacional y el primer trabajo de periodismo de investigación de la prensa boliviana, una investigación que posibilitó al bibliófilo René Gabriel Moreno reconstruir ese trágico acontecimiento en su Monumental libro Matanzas de Yañez.
Como escribió Carlos Montenegro, “la prensa ejerció en aquella hora su auténtico ministerio, a falta de gobierno, a falta de juez, a falta de ejército”. Tras divulgarse los hechos, tal como sucedieron, un levantamiento popular dio cuenta de Yáñez. “No fue, sin embargo, un acto espontáneo y súbito de la masa. El periodismo lo hizo posible, y solo a precio de que los periodistas llenaran religiosamente sus deberes” (Montenegro, 2016: 160).
Si ese momento fue de gran protagonismo de la prensa, con un periodismo fiscalizador, digno y esclarecedor, el que siguió bajo la dictadura de Mariano Melgarejo (1864-1871), mostró la peor faceta del oficio, la de la total y absoluta obsecuencia al poder político, sin prensa independiente, ni opositora, sea por miedo al régimen o por el sometimiento a la subvención. Nada retrata mejor al régimen y a la época que el fusilamiento de Cirilo Barragán, el 10 de mayo de 1865, y la persecución de sus hermanos Alejo y Romano.
“Durante su gobierno es imposible que el periodismo observara la dignidad y la altivez que suscitaron las matanzas de Loreto”, escribió Ángel Torres (ibid).
Quise mencionar este hecho para mostrar las luces y sombras que acompañaron al periodismo a lo largo de la historia, tiempos en que las garantías constitucionales fueron papel mojado en lo que se refiere a la protección del trabajo periodístico, como ocurrió también en épocas recientes, durante las dictaduras de Hugo Banzer Suárez (1971-1976) y Luis García Mesa (1980-1981).
El periodismo se desarrolla principalmente en cuatro contextos: el democrático, el autoritario, el dictatorial y el de los conflictos armados. Teóricamente alcanza plenitud bajo un modelo democrático, porque su ejercicio se da en un marco de deliberación y de crítica de ciudadanos informados.
Sin embargo, la experiencia muestra que ningún gobierno acepta la fiscalización que ejerce la prensa. Interpelar y desconfiar del poder son cuestiones inherentes a la función y misión del periodismo; cuestionar y poner en duda la verdad única para contrastarla con la otra cara de la realidad; exigir la rendición de cuentas y hacer frente a la arbitrariedad y la impunidad, forman también parte de esa misma misión.
El veterano periodista argentino Osvaldo Pepe definió al periodismo como “el viejo oficio de incomodar al poder”, no solo porque se ocupa de dar visibilidad a las cuestiones centrales del debate colectivo, sino porque asume el rol de contrapeso del poder en la escena pública y porque reconoce una única lealtad, al ciudadano.
Tales principios no suelen ser aceptados por los gobernantes, y si lo son, es a regañadientes, porque el control del poder desde la independencia y el pluralismo choca con sus afanes hegemónicos. A mayor hegemonía política, menor libertad para los medios.
Un colega español, a quien suelo citar en ocasiones como esta, el corresponsal de guerra Manuel Leguineche, solía decir que los políticos se quejan del trabajo periodístico porque no desean escuchar las voces de la sociedad, sino el eco de sus propias palabras. Les irrita cualquier freno a su tendencia a gobernar sin críticas ni contrapesos.
Los atentados contra el derecho constitucional a la libertad de prensa son innumerables y en muchos casos violentos, como ocurrió durante las dictaduras militares con el asesinato, detención, tortura y exilio de decenas de periodistas, pero también se ejecutan por métodos más sutiles, como el amedrentamiento directo o indirecto, para inducir a la autocensura, o el boicot publicitario, para doblegar al medio.
La Constitución de 2009 no solo garantiza la libre expresión, información y comunicación, sino también reconoce la Ley de Imprenta y nuestras normas de ética y autorregulación y, como otro aspecto novedoso, garantiza el derecho a interpretar y analizar la información libremente, fundamento de la crítica. Es, sin lugar a dudas, la legislación más avanzada en esta materia, pero, como ha ocurrido en el pasado, tampoco ha servido en muchos casos para proteger a medios y periodistas.
La vigencia centenaria de la Ley de Imprenta, promulgada el 19 de enero de 1925, es la expresión y resultado de la larga lucha de los periodistas por la libertad de expresión, información y comunicación. “Pese a los varios intentos por reformarla, y hasta abrogarla (…), sigue vigente gracias a la defensa cerrada que asumieron durante la era democrática los gremios de periodistas y, últimamente, los propietarios de medios frente a los diferentes gobiernos” (Gómez, 2012: 37).
Su vigencia demuestra también que esa lucha no ha terminado, que es una tarea cotidiana, presente y futura; porque el periodista no defiende un derecho individual, que también sino, el de todos los ciudadanos. Los gobiernos olvidan que la libertad es, sobre todo, para quienes no comparten sus ideas. Como dijo Rosa Luxemburgo: “La libertad es siempre libertad para quien piensa diferente”.
Bibliografía
Arnade, Charles W.
2014 Un preclaro periódico boliviano, El Cóndor de Bolivia. Sucre: Boletín de la Sociedad Geográfica Sucre 46. no. 444.
Crespo Rodas, Alberto
1995 “El periódico de la independencia”. El Cóndor de Bolivia. Sucre: Edición conmemorativa, Academia Boliviana de la Historia, Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia.
Duchen Condarco, Ramiro
1996 Notas sobre el origen de la imprenta. Sucre: Archivo y Bibliotecas Nacionales de Bolivia, Anuario.
Gómez Vela. Andrés
2012 Los periodistas y su ley. La Paz: Editorial Gente Común/Fundación Friedrich Ebert.
Loza, León M.
1926 Bosquejo histórico del periodismo boliviano. La Paz: Imprenta y Litografía El Siglo.
Montenegro, Carlos
2016 Nacionalismo y coloniaje. La Paz: Biblioteca del Bicentenario de Bolivia.
Otero, Gustavo Adolfo
1953 La cultura y el periodismo en América. Quito: Casa Editora Liebmann.
Paredes, M. Rigoberto
1962 Los estudios históricos en Bolivia, en Melgarejo y su tiempo. La Paz: Ediciones Isla.
Tórres, Ángel
2011 Contexto histórico del periodismo boliviano. La Paz: Asociación de Periodistas de La Paz.
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(*) El periodista Juan Carlos Salazar del Barrio realizó la exposición de este ensayo en la Cátedra Luis Ramiro Beltrán, el 27 de marzo, en la Universidad Católica Boliviana “San Pablo”, en el marco del panel titulado “Libertad de expresión y de prensa: a los cien años de la Ley de Imprenta”.