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    [Ensayo] Iliberalismo, liberalismo y libertarianismo: ¿Serán las respuestas ideológicas al desorden contemporáneo?

    Ilustración: René Magritte

    Por: Carlos Decker-Molina

    Introducción

    En las últimas décadas, los términos iliberal, liberal y libertario han ganado presencia en el discurso político y académico. Aunque en apariencia evocan sistemas de pensamiento claramente definidos, su proliferación contemporánea refleja más bien la crisis de los marcos ideológicos heredados de la Guerra Fría. En un mundo donde los grandes relatos han perdido su potencia explicativa y la geopolítica ha dejado de girar en torno a la dicotomía entre comunismo y capitalismo, estas tres corrientes emergen como intentos de reconfigurar el campo político. Este ensayo propone una aproximación crítica a sus orígenes, fundamentos y contradicciones, con especial atención a su relevancia en el contexto europeo actual.

    La erosión del imaginario socialista

    El colapso de la Unión Soviética significó no sólo el derrumbe de un orden político y territorial, sino también la obsolescencia de categorías como socialismo y comunismo en su acepción clásica. Si bien subsisten Estados que se reivindican socialistas —como China, Cuba o Corea del Norte—, sus modelos económicos y políticos poco tienen que ver con la tradición marxista ortodoxa. A su vez, los socialismos democráticos que florecieron en Europa durante el siglo XX, particularmente en Escandinavia, coexistieron más que confrontaron con el capitalismo, generando híbridos institucionales que consolidaron el Estado de bienestar. Así, la disputa ideológica dejó de ser entre sistemas antagónicos para transformarse en una batalla interna al interior del capitalismo.

    Simultáneamente, la revolución tecnológica —con la automatización, la digitalización y la irrupción de la inteligencia artificial— modificó radicalmente las condiciones materiales de producción. El sujeto histórico de la transformación social, el proletariado industrial, ha perdido centralidad. Ni los trabajadores precarios de las plataformas digitales, ni las multitudes migrantes expulsadas por la pobreza o el cambio climático, parecen capaces de articular una agencia política sostenida. En este vacío simbólico y material, surgen tres proyectos ideológicos que buscan disputar el sentido del presente: el liberalismo, el iliberalismo y el libertarianismo.

    El liberalismo: instituciones, derechos y cosmopolitismo

    El liberalismo contemporáneo puede entenderse como una evolución del liberalismo clásico, adaptado a las demandas del siglo XXI. Defiende el imperio de la ley, la separación de poderes, la libertad de prensa, la autonomía individual y una democracia representativa con garantías institucionales. En su versión actual, incorpora también la promoción de derechos sexuales, reproductivos y de género, así como una ética cosmopolita que valora la apertura cultural y el multilateralismo.

    A pesar de sus matices internos, el liberalismo ha demostrado una notable capacidad de adaptación. En Europa, ha sido compatible tanto con modelos socialdemócratas como con políticas de mercado. Su énfasis en el Estado de derecho y en el respeto a las minorías lo convierte en uno de los pilares fundamentales de la democracia liberal. Sin embargo, su compromiso con el pluralismo y los derechos humanos lo vuelve también objeto de ataque por parte de proyectos políticos que lo acusan de haber promovido un relativismo moral y una pérdida de identidad cultural.

    El iliberalismo: democracia sin derechos, Estado sin límites

    El concepto de *democracia iliberal*, popularizado por Fareed Zakaria en 1997, alude a regímenes donde existen elecciones periódicas, pero donde el poder ejecutivo erosiona sistemáticamente los contrapesos institucionales, la independencia judicial, la libertad de prensa y el pluralismo político. Este modelo se presenta como una respuesta al desencanto de sectores sociales que perciben al liberalismo como una ideología elitista, alejada de las necesidades de la “mayoría silenciosa”.

    El caso paradigmático es Hungría, donde el primer ministro Viktor Orbán ha declarado abiertamente su intención de construir un “Estado no liberal”. En nombre de la nación, la seguridad y la tradición, se promueve una moral cristiana excluyente, se restringen los derechos de las minorías sexuales y se reescriben las constituciones para consolidar el poder de los partidos gobernantes. Lo que se presenta como una defensa de la soberanía nacional termina, en los hechos, por instalar una deriva autoritaria que amenaza los principios democráticos fundamentales.

    Otros líderes, como Donald Trump o Vladimir Putin, comparten rasgos iliberales: culto al liderazgo personal, desprecio por la prensa independiente, rechazo a las agendas de género y nostalgia por un orden jerárquico perdido. Aunque provienen de contextos distintos, todos ellos han entendido que el terreno de la cultura —más que el de la economía— es el nuevo campo de batalla ideológica.

    El libertarianismo: libertad sin comunidad, mercado sin frenos

    A diferencia del iliberalismo, que desea un Estado fuerte al servicio de una mayoría étnico-cultural, el libertarianismo propone una visión radicalmente individualista: el Estado debe reducirse a su mínima expresión, limitándose a garantizar la seguridad y el respeto a la propiedad privada. Surgido en Estados Unidos como una reacción al crecimiento del Estado benefactor, el libertarianismo exalta la autonomía personal, la libre asociación y el mercado como regulador casi exclusivo de las relaciones sociales.

    En la práctica, sin embargo, este modelo presenta profundas limitaciones. La eliminación de instituciones regulatorias, como los entes de control sanitario o educativo, conduce a un debilitamiento del tejido social. La desigualdad se multiplica y la cohesión colectiva se desintegra. Aunque los libertarios se presentan como fiscalmente conservadores y socialmente progresistas —a favor del aborto, la legalización de drogas y los derechos civiles—, su rechazo a toda forma de redistribución los vuelve funcionales a las élites económicas y al statu quo desigual.

    Incluso sus referentes intelectuales son leídos de forma selectiva: muchos citan a Friedrich Hayek como defensor de un mercado libre absoluto, pero olvidan que en Law, Legislation and Liberty reconoce la función redistributiva del Estado, especialmente en el ámbito educativo. Se trata, en muchos casos, de una ideología más emocional que racional, más performativa que coherente.

    Convergencias, paradojas y perspectivas

    Pese a sus diferencias, iliberales y libertarios comparten una enemistad con el liberalismo democrático. Mientras los primeros ven en él una amenaza a la identidad nacional y al orden moral, los segundos lo acusan de ser un obstáculo para la libertad individual. Ambos atacan con vehemencia al feminismo, al ambientalismo, a los derechos LGBTQ+ y al multiculturalismo, que perciben como imposiciones ideológicas del progresismo global. Así, se encuentran en la llamada guerra cultural, aunque desde trincheras opuestas.

    La paradoja se hace evidente en países como Suecia, donde una coalición de derecha conservadora, liberales y extrema derecha gobierna mientras mantiene un aparato fiscal robusto: en 2024, el Estado sueco recaudó más de 164 mil millones de coronas en impuestos empresariales, lo que permitió financiar servicios públicos universales como salud y educación. Esta convivencia entre un discurso antiimpuestos y una práctica estatal fuerte revela la complejidad —y a veces la hipocresía— de los nuevos alineamientos ideológicos.

    Conclusión

    El escenario político contemporáneo ya no puede ser comprendido con las categorías heredadas del siglo XX. Frente al desorden global, tres respuestas ideológicas intentan articular un relato: el liberalismo, que defiende las instituciones y los derechos; el iliberalismo, que reivindica la autoridad y la homogeneidad cultural; y el libertarianismo, que apuesta por un individualismo radical y desconfía de toda forma de organización colectiva.

    Comprender sus fundamentos, límites y puntos de contacto es esencial para interpretar las tensiones del presente. Más aún: es un paso necesario para imaginar alternativas democráticas viables en tiempos de incertidumbre.

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