Ilustración: Thomas Schutte
Por: Carlos Decker-Molina
¡Por fin! Una conversación normal
Nota – No crean que olvidé esta serie, se interpuso otro tipo de trabajo por eso el retraso. Este capítulo tiene una base real, todos los personajes lo son, excepto Sofia, personaje creado para darle un tono literario a varias conversaciones con traductores.
Sofía es una traductora freelance que hace trabajos por encargo. Me llamó para preguntar si tenía tiempo para escucharla. Por el tono de su voz, mi exvecina, debía tener algún conflicto. Tiene una voz ronca como la de los viejos fumadores, aunque sé que no fuma; me consta que bebe vino tinto con las comidas y, alguna vez, su cóctel preferido, el llamado Negroni, en homenaje al conde italiano del mismo nombre. Sofía me citó al café de «tu amigo». Tuve que hacer un esfuerzo por ubicar a ese amigo. Cuando estuve a tiempo de preguntarle a quién se refería, escuché esa voz de fumadora que dijo: «el argelino».
Para mí, los tonos de una voz son señales del humor del que habla. Sofía usa esos tonos oscuros, casi roncos, cuando la abandona su pareja o cuando no entiende la frase que está traduciendo.
La conocí porque me convocó en busca de ayuda; en ese tiempo, vivía en un piso vecino al mío.
En la novela que traducía, habían surgido, según ella, «unos bolivianismos». Cuando me los mostró, le dije que era quechua. Se trataba de la siguiente frase: «Muchaykusqayki quri sunqu» («Te besaré, corazón de oro»), que en sueco, idioma de Sofía, sería un desastre: «te basaré» resulta muy imperativo y «corazón de oro» muy insensato para decirlo. Sofía tradujo el sentido de las palabras quechuas y salió muy bien.
Esta vez, el tema de nuestro encuentro en el Café Nestro era otro, más profundo, aunque vinculado a las traducciones.
La editorial para la que esta vez trabajaba le había dicho que, no siendo judía, no podía traducir los versos de Nelly Sachs, ganadora del Premio Nobel de Literatura en 1966, quien convirtió su exilio en poesía. Suecia fue el país de exilio de la poeta.
Sofía debía traducirla al inglés americano y una editora muy joven, posiblemente woke, de Boston, le quitó el trabajo a mi exvecina por no ser judía.
— ¡Te imaginas! ¡Es una estupidez!
La calmé y le conté que Yvonne, amiga común y otra gran traductora, alguna vez me dijo:
«Una traducción necesita de un trabajo paralelo de investigación; algunas veces acudo a quienes, como tú, pueden ayudarme con algún bolivianismo o alguna escena que no entiendo en algún lugar remoto de América Latina. En tanto que el género, el color de la piel, la inclinación sexual del autor o su nacionalidad no tienen relevancia».
La voz de Sofía se hacía cada vez más ronca; ya no se entendía lo que quería decir, excepto sus duras interjecciones que decía en chileno porque había convivido con una chilena, años atrás. Cuando se calmó, le seguí contando lo que nuestra común amiga Yvonne me dijo:
«Traduje un libro de jóvenes latinas estadounidenses que boxeaban. Me vi en la necesidad de tener un contacto continuo con un club de box en Estocolmo, porque es un deporte totalmente extraño para mí. Aprendí muchísimo y la traducción salió muy bien a pesar de que no soy latina/estadounidense y tampoco boxeadora».
Sofía cambió el tono de voz; apareció esa sutil voz con varios ritmos que expresan alegría, complacencia y firmeza.
— Estas acciones, digamos, puritanas, son más bien favorables a los racistas, que siempre «intentan separar a la humanidad».
Me envalentonó para decirle:
— Estas exigencias identitarias reflejan mucha estrechez de miras.
Queriendo poner en valor una reivindicación que no es literaria, sino más bien identitaria, lo que hacen es tirar piedras sobre su tejado porque demeritan su propia obra.
Sofía vuelve a la voz ronca para preguntar con bronca:
— ¿De dónde surgen estas huevadas o pelotudeces, como dice tu amigo argentino?
— Creo que en las universidades de Estados Unidos.
— ¿Por qué copiamos a los yankis?
— Universidades, digo, porque el otro día leí que una de esas estudiantes se opuso a que una blanca diera clases sobre literatura escrita por mujeres afroamericanas. Incluso están inventando palabras como «latinx». Vi un aviso de fiesta de graduación: una fiesta para negros, otra para «latinxs» y otra para LGBTIQIA+.
Por primera vez, Sofía ríe y, cuando habla, su voz es otra vez nítida:
— De las universidades yankis surge el apartheid del posmodernismo.
— ¿Te acuerdas de la actriz de teatro Ellin…? No recuerdo el apellido…
— Sí, claro que sí. ¿Qué pasó con Ellin?
— Contó en un programa de radio que los actores que hacían doblajes y ponían voz a los personajes «racializados» de Los Simpson perdieron su trabajo por carecer de las señas de identidad correctas.
Sofía está más tranquila, pienso que la charla le hace bien. Afuera llueve con vientos intensos, a veces azotan los vidrios del ventanal del Café Nestro. Personalmente no puedo dejar el sitio porque estoy sin paraguas y creo que Sofía tampoco tiene.
De pronto, aparece en el umbral Carlitos, el hijo pintor de nuestro común amigo del mismo nombre, periodista y escritor, de quien sabemos que está escribiendo un libro raro: microrrelatos o diálogos casuales sobre temas posmodernos. Carlitos, bastante mojado, le pide a Malika un café humeante y viene a la mesa. Nos saluda y pregunta:
— ¿Puedo?
— Sí, claro. ¿Cómo está tu padre?
— El viejo… se pasa todo el día escribiendo… según mi madre.
— Como tú pintando, dibujando y amasando barro. Vi unas vasijas con figuras griegas que me dijeron son tuyas.
— Sí, están a la venta… creo que hay un par todavía sin dueño. Si quieres, te las reservo.
Sofía no conocía al artista. Luego de las presentaciones, Sofía le hace una pregunta un poco fría:
— ¿Conoces a Dana Schutz?
— Sí, cómo no. Tiene un cuadro que me gusta mucho: color, figuras humanas y paisaje muy bien sincronizados y con equilibrio.
— ¿Sabías que la acusaron de confiscación del dolor negro a manos de una blanquita?
— Sí, me enteré… Es una tontería. ¿Sabes cómo surgió la acusación?
— No, por eso quería saber si tú conocías la historia.
— Sí, la conozco. Es muy triste o tal vez un absurdo sin nombre. Resulta que Dana Schutz, como sabes, es una artista blanca de mucho prestigio. Pintó la imagen tomada de un retrato de Emmett Till. Emmett, a los 14 años, fue asesinado por tres jóvenes blancos en Misisipi en 1955 por haber hablado con una mujer blanca, esposa de uno de los asesinos.
La fotografía de Emmett Till desollado en su ataúd sirvió de espoleta al movimiento por los Derechos Civiles de aquel entonces.
A Dana Schutz se le ocurrió tomar la foto como inspiración para un lienzo, como forma de apoyar la nueva lucha por derechos insatisfechos. Fue atacada inmediatamente por los gendarmes de la corrección política.
— La teoría de la apropiación cultural es otro componente de esta nueva revolución.
Escuché en silencio a Carlitos y a Sofía hasta que la sueca calificó la locura woke de revolución.
— ¿Revolución? Eso no es revolución, es una locura, dije.
La lluvia comenzó a escampar. El primero en irse fue Carlitos, que se iba a recoger a Diego de la guardería. Sofía se fue al Söder, donde vive. Nos dimos besitos en las mejillas y, a modo de despedida, me dijo:
— Me voy a la Sinagoga a preguntar cómo me convierto al judaísmo para traducir los poemas de Nelly Sachs. Y mañana iré a la mezquita porque el próximo libro es del iraquí Abdul Hadi Sadoum y querrán que el traductor sea, si no árabe, por lo menos musulmán. Su poemario Siempre Todavía ya está en mi escritorio.
Para seguir con el tono burlesco de Sofía, terminé recordándole que Abdul Hadi bien puede ser un árabe de religión cristiana ortodoxa o quizá ateo y no musulmán. «¡Cara amiga, no vayas a ninguna iglesia en busca de ayuda!».