Ilustración: Victor Brauner
El Tribunal apócrifo
“Lo que se pretendía era que, una vez la neolengua fuera adoptada de una vez por todas y la vieja lengua olvidada, cualquier pensamiento herético \[…] fuera literalmente impensable». George Orwell, “1984”.
I. Introducción: el nuevo dogma
Hace muchos años, comenzó a instalarse una forma particular de censura: la que no necesita cárceles ni ministerios de información, sino hashtags, algoritmos y una moral movediza que cambia cada seis meses. Las palabras, otrora herramientas para pensar, se convirtieron en trampas semánticas; y los hablantes, en posibles acusados.
Así nació el Tribunal Apócrifo, entidad sin sede ni estatuto, pero con alcance universal. No tiene rostro, ni voz oficial. Basta con que alguien se sienta herido para que el juicio comience. No se discute: ¡Se sentencia! No se investiga: ¡Se condena!
La neolengua —aquella ficción orwelliana— ya no es futuro distópico: es presente domesticado. La idea central es sencilla y aterradora: si el pensamiento depende del lenguaje, entonces, controlando las palabras, se controla también lo pensable. Y lo impensable… se cancela.
II. La gramática como crimen de lesa sensibilidad
En una de las primeras sesiones del Tribunal apócrifo, compareció el profesor Juan Pedro Ibáñez, acusado de usar el pronombre “ella” en vez de “elle”. La denunciante declaró: “La gramática no contempla cómo yo me siento, por eso me ofende”.
El lenguaje, aparentemente, ya no es una convención colectiva ni una herencia cultural, sino un espejo emocional donde cada quien espera verse reflejado sin distorsiones.
La vieja gramática, esa anciana arrogante que habla de concordancias, tiempos verbales y reglas impersonales, fue desplazada por la nueva sensibilidad, para la cual el error no es gramatical sino afectivo. El maestro que antes enseñaba estructuras hoy debe pedir perdón. No por lo que dice, sino por lo que el otro cree que quiso decir.
Así, la enseñanza de la lengua se vuelve un campo minado. Cada pronombre puede ser una microagresión. Cada género gramatical, una violencia simbólica. Y el docente, que antes corregía, ahora ruega no ser corregido por el tribunal.
III. La raza negada y resucitada
Otra denuncia contra el mismo profesor Ibáñez: se negó a utilizar el término “racializado”, alegando que la ciencia moderna niega la existencia biológica de las razas. Citó incluso a un doctor de La Sorbonne que afirma: “Las razas no existen; solo existe la raza humana”. Pero el tribunal no escucha evidencias: se alimenta de emociones.
La ironía es brutal. Durante siglos, se luchó por demostrar que las razas eran construcciones ideológicas, no categorías naturales. Hoy, se exige que esas mismas categorías sean reconocidas y valorizadas… no por lo que son, sino por lo que significan simbólicamente para los grupos que las reivindican.
El nuevo credo no busca la igualdad sino el reconocimiento. No la disolución de fronteras identitarias, sino su reafirmación. La ciencia cede ante la narrativa, y el pensamiento crítico se convierte en sospechoso de negacionismo.
IV. Fobias permitidas y fobias prohibidas
Un nuevo expediente cae sobre el escritorio del tribunal: el profesor Ibáñez preguntó, en voz alta, si acaso no sería lógico hablar de “Putinfobia”, “Netanyahufobia”, o “gringolandiafobia”, dado que existen términos como “rusofobia”, “islamofobia” u “homofobia”.
Grave error. Las fobias, hoy, no se definen por su etimología ni por criterios clínicos, sino por una moral selectiva. Hay fobias legítimas (las que denuncian la opresión) y fobias ilegítimas (las que cuestionan la narrativa). Decir “hispanofobia” suena a nacionalismo trasnochado. Decir “Hamasfobia” puede sonar a islamofobia disfrazada. Pero decir “transfobia” o “fatfobia” es un gesto político válido, incluso heroico.
Así, el lenguaje se convierte en campo de batalla: lo que se nombra, existe; lo que no, se borra. Y en esta batalla, quien intenta cuestionar las reglas corre el riesgo de ser expulsado del discurso público.
V. Literatura en juicio: el caso Huckleberry Finn
El clímax llegó con la cuarta denuncia: el profesor Ibáñez recomendó “Las aventuras de Huckleberry Finn” a sus estudiantes. Un libro racista, dijeron. Aunque Twain lo escribió como una crítica a la esclavitud, su lenguaje y contexto ya no importan. El pasado debe ser juzgado con los valores del presente.
Esta lógica, profundamente anacrónica, no busca comprender sino purificar. El arte no debe incomodar, sino validar. La ironía, la ambigüedad y la sátira son peligrosas: podrían ser malinterpretadas. Mejor prohibir. Mejor silenciar. Mejor evitar.
La cancelación retroactiva es una forma de reescritura de la historia, pero no para entenderla, sino para domesticarla.
VI. El tribunal como síntoma
El Tribunal Apócrifo no necesita existencia legal porque opera en la conciencia colectiva. Vive en las redes, en los medios, en las universidades. Es más eficaz que cualquier dictadura, porque logra lo que ninguna logró: que las personas se autocensuren incluso antes de hablar.
El problema no es la sensibilidad. Nadie discute que el lenguaje puede herir. El problema es cuando la sensibilidad se vuelve ley, y toda discrepancia se convierte en crimen. El problema es cuando el discurso del respeto degenera en dogma moral, y el dogma moral deviene en censura estructural.
Frente a esto, no queda sino recordar que el lenguaje es, ante todo, una forma de libertad. Una memoria viva. Un campo de batalla donde no siempre ganan los justos, pero donde callar por miedo es perder sin pelear.
Y esa es una lucha que no debemos perder.