Ilustración: National Geographic
Por: Carlos Malamud
Como cada 12 de octubre la polémica en torno al otrora llamado descubrimiento de América y a sus consecuencias se recrudece y los partidarios de posturas extremas, firmemente arraigadas en su credo particular, intensifican sus argumentos. ¿Fue una gesta civilizatoria, como dicen algunos? ¿Fue una masacre, un genocidio, como dicen otros? ¿Hay algo o no nada que festejar dado el carácter de todo lo ocurrido a finales del siglo XV y buena parte del XVI?
Aquí surge un hecho importante, ya que se discute en torno a acontecimientos ocurridos hace cinco siglos atrás como si fueran cuestiones presentes. Por la virulencia de muchos argumentos, más pasionales que racionales, parecería que no hay otra opción, que no queda nada más que hablar. En el debate participan los más diversos nacionalismos, que, como no podía ser de otro modo, chocan los unos con los otros apoyados en su intransigencia y en su carácter excluyente.
De un lado, lo más rancio del nacionalismo español reivindica la gesta civilizatoria, los aportes en materia lingüística, cultural y religiosa realizados a unos pueblos atrasados, incluso antropófagos, situados a miles de kilómetros de distancia, y, por supuesto, sin coste ni dolor alguno para los afectados. Del otro, se pone el acento en las masacres, el exterminio y las violaciones, en la destrucción de unas culturas autóctonas por otras lejanas que solo buscaban su subordinación y explotación.
El testimonio de dos mujeres, dos políticas encumbradas pero situadas en las antípodas políticas e ideológicas puede servir para ejemplificar estos extremos. Una es Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, y la otra Claudia Sheinbaum, presidenta de los Estados Unidos Mexicanos. Sus opiniones son muy claras acerca de los postulados que dicen defender, pero también son una muestra clara de cómo los políticos y la política intentan incidir en ciertas pulsiones afectivas para movilizar a sus seguidores y reforzar sus postulados y su acción.
Desde una postura claramente hispano-céntrica y paternalista Díaz Ayuso señaló hace un año atrás que “La Hispanidad ha sido nuestra mayor gesta”. Esto implicó que España “llevó la civilización y la libertad al continente americano”, en un esfuerzo sobrehumano que evidencia las grandes virtudes de la “Madre Patria”. También insiste en que a partir de la conquista emergió un nuevo mundo en el que se mezclaron las sociedades de ambas orillas del Atlántico. Siendo esto verdad, y siendo el mestizaje uno de los principales elementos constitutivos de la actual realidad iberoamericana, una de las grandes cuestiones a resolver, no la única obviamente, es si alguien le preguntó a los mixturados si querían mezclarse, si querían ser mestizos.
Por su parte Claudia Sheinbaum, a través de una carta leída durante la inauguración de la magnífica exposición “La mujer en el mundo indígena. La mitad del mundo”, presentada en la Casa de México en España señaló: “La Conquista no fue un encuentro entre iguales. Fue un proceso brutal, de violencia, imposición y despojo. Se intentó destruir no solo territorios, sino culturas enteras, saberes milenarios, lenguas, modos de vida. Las mujeres indígenas sufrieron especialmente ese embate. Fueron silenciadas, desplazadas, violentadas”. Luego concluyó que “La discriminación, el racismo y el desprecio hacia los pueblos originarios aún persisten. Erradicarlos es un deber ético si aspiramos a un mundo verdaderamente justo”.
Más allá de su derecho de expresar su opinión sobre el significado de la conquista europea, no hubiera sido mala cosa que hablara del sufrimiento padecido durante largas centurias por las mujeres indígenas, al no ser un fenómeno exclusivo surgido con posterioridad a 1492. Las indígenas eran marginadas por los hombres que convivían con ellas, y también sufrieron en carne propia las sucesivas conquistas de unos pueblos indígenas sobre otros. Esto forzó a muchas mujeres de entonces a convivir con el silencio, el desplazamiento y la violencia. También podría haber explicado por qué recién en septiembre del año pasado se aprobó la reforma constitucional que reconoce los derechos de las comunidades indígenas.
De todos modos, la presidenta mexicana perdió una oportunidad de oro para señalar que no por casualidad la exposición se realiza en España y fue producto de una importante colaboración entre ambos gobiernos. Es el momento de tender puentes, y no de dinamitarlos, para normalizar las relaciones bilaterales, comprometidas a partir de las duras palabras de su predecesor Andrés Manuel López Obrador.
Volviendo al fondo de la cuestión y se mire como se mire, a partir del 12 de octubre de 1492 comenzó a forjarse una nueva realidad en todo el territorio americano, con importantes repercusiones tanto en España como en Europa. Más allá de las posiciones que uno adopte sobre lo sucedido, la realidad emergente es muy potente y ofrece un gran potencial para la inserción internacional y el porvenir de todos los actores implicados.
Se trata de una fecha para recordar, teniendo claro que las posturas más radicales son difícilmente modificables y seguirán ahí. En este contexto el que quiera festejar que lo haga y el que no lo considere oportuno que no. Por eso, lo mejor es reconocer el derecho del otro a interpretar el pasado como considere más conveniente, sabiendo que, en estas relaciones tan complicadas, de amor odio, pero a la vez tan especiales y únicas, nos jugamos el futuro de la gran familia iberoamericana que somos.
* Carlos Malamud es investigador principal del Real Instituto Elcano.